23-F España ingobernable

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Tejero, Rajoy, Rubalcaba, Iglesias, Rivera, Mellado, Suarez, Carrillo, Milans, Armada, Serra, Calvo Sotelo, Arenas, Almeida, Acebes, Guerra, Aznar, Mato, Errejón, el bebé, el rastas, Fernandez de Mesa, Santamaría, Rato, Corcuera, Baldoví, Vera… y así podríamos llenar páginas con apellidos de ilustres culos que han dado lustre a las bancadas del Congreso de los Diputados en España. Y de los citados, los que no han calentado asiento, han dejado su huella violenta en el techo de la Cámara Baja. Los golpistas del 23F, con las balas de sus armas. Todos distintos, cada de uno de un color pero todos con un elemento común: han hecho del Congreso una olla a presión. Es verdad que hay que diferenciar a los golpistas del resto, pero como hoy hace 35 años que estos intentaron ocupar por la fuerza los sillones que no se habían ganado, y como esto sigue siendo un guirigay… pues ahí van, juntos y revueltos. Los malos y los buenos. Que cada cual ponga las etiquetas. Y los que faltan, que son miles.

Tenía 13 años en febrero de 1981 y regresaba a casa después del colegio y de revelar unas fotografías en Affa, una asociación fotográfica ferrolana que te permitía alquilar un cuarto oscuro y revelar tus propias fotos en blanco y negro.

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Al entrar en casa de mis padres la radio ya sonaba. No existía internet y ni siquiera se había estrenado Back to the Future (Regreso a Futuro), por ejemplo, pero ya sonaban las primeras informaciones que decían que algo ocurría en el Congreso de los Diputados. Un golpe de Estado, con final fallido, con disparos y todo. Con guardias civiles, militares, y hasta un gordinflón emocionado que cantaba las supuestas victorias como un niño de San Ildefonso. Era García Carrés, Juanito, el líder de la trama civil. Fanfarrón y esperpéntico.

No entendía qué pasaba, pero me contagié del nervio y miedo que vi y oí durante la tarde y noche de aquél 23F. Vivía en Ferrol, con todas las implicaciones militares que aquella ciudad tenía entonces. Esa noche, un señor con bigote, pistola y tricornio, gritando como un paleto, se me coló en mis sueños. Era Antonio Tejero, que con el paso del tiempo ha quedado como el invitado especial a una jornada en La Cena de los Idiotas.

Me levanté al día siguiente para ir al colegio. Fui caminando y pasé, como cada mañana, por delante de las dependencias de Capitanía General y me imaginé, supongo, que las fragatas y buques de guerra allí atracados estaban con las calderas ya incandescentes y listas para zarpar. Era un chaval con miedo y con la imaginación disparada ante lo inexplicable. 

El miedo se transformó en obsesión por el momento de incertidumbre política que vivía España en ese momento, febrero de 1981. Recuerdo con nitidez la admiración que sentí tanto por Suárez, Carrillo y Gutiérrez-Mellado por su aplomo antes los golpistas. Y después por el Rey, por la manera y eficacia con las que aplacó el ánimo de los insubordinados. Pero eso vino después, aunque todavía siga viva hoy la sombra de la sospecha de si Don Juan Carlos formaba parte de aquella sublevación. Como decía, ese miedo, esa incertidumbre me llevó a hacer preguntas sin parar y a interesarme por algo que quizá no me correspondía a esa edad: el Congreso, los partidos políticos, los ministros, qué tipo de gente eran… Y acababa siempre en el mismo punto y haciéndome una pregunta: «¿habrá chicos de mi edad que sean capaces de gobernar cuando yo tenga 40 años?». Era un temor parecido al del niño que se pregunta «y a mí quién me va a cuidar cuando sea mayor».

Han pasado 35 años desde aquél día y desgraciadamente, los temores de niño se han hecho realidad: no tenemos quien nos gobierne bien. Aquella noche del pasado 1981 el Congreso era una olla caliente a punto de explotar y, hoy, 2016, 35 años después, esa misma sala presenta idéntica condición: es un hervidero de desacuerdos y aviesas intenciones de quienes quieren a toda costa gobernar. 

Estamos viviendo una segunda transición, un cambio necesario después de disfrutar y sufrir todo lo que la democracia nos ha dado hasta hoy. Lamentablemente los últimos largos años nos han convertido en expertos sufridores y avergonzados expositores en el mundo por la corrupción. No de unos, aunque el Partido Popular ocupe primeras páginas cada día con un escándalo nuevo, sino de casi todos los partidos políticos que han tenido oportunidad de gobernar, en el Gobierno de la nación, en una Autonomía, Diputación y Alcaldía. Todas estas instituciones, da igual el color, se han visto manchadas por la vergüenza. 

Hace 35 años que publiqué una carta, mi primera publicación, en el semanario por excelencia de la época, Cambio 16, respondiendo a un editorial alarmista de Juan Tomás de Salas, su Editor. Ese artículo condenaba al fracaso la vida política en España y echaba un chorro de nubes negras sobre el futuro del país. Yo, inocente de 13 años, le respondí en una carta no breve en la que apelaba, no daba para más, a no oscurecer gratuitamente la luz que llegó con la democracia después de Franco. 

Lo malo es que De Salas tuvo razón, aunque él no lo pueda ya contemplar. Han destrozado España y es un puzzle difícil de recomponer, más aún cuando algunas de sus piezas no quieren seguir encajando en el dibujo.

Mi preocupación se renueva ahora, pero no ya por mi, sino por mis hijos: ¿habrá chicos de su edad capaces de gobernar cuando tengan 40 años?

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