Bob Dylan: una leyenda que cumple 75 años

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    “Había apenas aterrizado en la costa oeste desde la India, el poeta Charlie Plymell puso un tema de aquel nuevo cantante de folk y cuando escuché A Hard Rain´s A-Gonna Fall estallé en lágrimas pues comprendí que, desde la iluminación de los primeros bohemios o Beat, la antorcha se había entregado a otra generación”. 

    Allen Ginsberg, emblema de la Beat Generation –corriente contracultural surgida en los cincuenta, como respuesta a la denominada “caza de brujas” persecutora de cualquier indicio comunista del senador Mccarthy, cuyos integrantes, nada reacios a estimular su inspiración mediante alucinógenos, admiraban la cultura oriental y detestaban los clásicos valores de la sociedad norteamericana–, recuerda en su vejez con emoción la primera vez –año 1963– que escuchó a Bob Dylan.

    “Dice un proverbio tibetano que si el alumno no supera al maestro, el maestro ha fracasado; y yo quedé literalmente noqueado con la elocuencia de aquel joven, especialmente con la parte ´comprenderé bien mi canción antes de cantarla´”.

    Seis años habían transcurrido desde que aquel quinceañero tímido y repeinado, nacido Robert Zimmerman, convulsionara a la apacible comunidad de Hibbing-Minnesota aporreando de pie y desgreñado el piano, mientras se desgañitaba en un vano intento de emular a su adorado Little Richard durante la primera –y última– actuación de The Shadow Blasters en el festival colegial del pueblo –cuenta la leyenda que rompió el pedal del instrumento mientras el director del Centro mandaba parar la función–.   

    Pero ni su poco triunfante debut, ni la rauda desaparición de su segunda banda, The Golden Chords, o la fugacidad de su colaboración al piano  con Bobby Vee And The Shadows, conseguirían desviarle un solo centímetro de su camino.

    Acompañado de su compinche John Bucklen,  escapa en cuanto puede por las nevadas vías de la Highway  61 –la misma que daría título a su sexto álbum–; simbólica puerta al mundo para huir de la insufrible cotidianidad de una fría y apartada población minera ubicada en mitad de la nada, en búsqueda del conocimiento musical callejero para cumplir su sueño, soslayando la firme condena a una existencia  insustancial que pendía sobre su cabeza. 

    “El motivo por el que puedo permanecer tan centrado en mi música es porque me afectó a una temprana edad de forma muy poderosa, y estoy muy contento de ello porque, francamente, no sé qué hubiera sido de mí. Procedo de una parte muy aislada de América”-diría en 1997.

    Con Bucklen recorre numerosos  locales de R&B; ensaya continuamente con su guitarra y vibra con los rebeldes cinematográficos James Dean y Marlon Brando –“vió ´Rebel Without a Cause´ cuatro veces, rememora su compinche– hasta que a finales de 1959 inicia su vuelo al infinito con breve parada en la Universidad de Minnesota.

    Aunque trata de seguir el curso académico, inmerso en el estilo de vida bohemio y festivo de su nuevo círculo, generado durante interminables noches en la penumbra de los garitos donde actúa, y ya convertido en Bob Dylan, abandona su fraternidad, pasando de estudiante ocasional a músico de folk permanente: “Me vi a mi mismo rompiendo con todos los vínculos del orden establecido, pero en realidad nunca fui aceptado por ese orden”.

    Viviendo a salto de mata, frecuentemente a costa de sus múltiples conquistas, continúa absorbiendo cuantos ritmos y melodías encuentra a su paso. En una visita relámpago a Denver asiste a un concierto del veterano virtuoso del blues Jesse “Lone Cat” Fuller, cuyo peculiar estilo tocando la guitarra con una harmónica ubicada frente a su boca mediante un artilugio metálico colgado del cuello, pronto se convertiría  en uno de sus signos distintivos.

    Tras leer Bound for Glory y escuchar sus discos adquiere una gran fascinación por el mito del folk Woodie Guthrie, de quien copia sus gestos, vestimenta raída y tono nasal.

    Pero el Guthrie  heroico, el intérprete de This Land Is Your Land capaz de sortear la pobreza defendiendo de pueblo en pueblo con su guitarra a los oprimidos,  se había desvanecido, convertido desde 1952 en un enfermo crónico, postrado en un hospital de New Jersey por una enfermedad degenerativa que provocaría  su muerte en 1967.

    Ansioso de nuevas aventuras y conmovido al conocer la penosa situación de su modelo, decide instalarse en Nueva York para verle, arribando a las gélidas calles de Manhattan el 24 de Enero de 1961, cargado de ilusión y un puñado de dólares. Allí visita con frecuencia a Woodie, generándose entre ambos un sincero afecto, siendo el mismo quien le presenta a símbolos de la canción protesta como Pete Seeger. 

    De inmediato frecuenta la embrujadora biosfera artística de Greenwich Village donde, valiéndose de su encanto y talento, empieza a tocar en los cafés  de la zona como el Gaslight, con las propinas del público como retribución, y a trabar amistad con cuantos pudieran ayudarle en su objetivo: desde el músico Dave Van Ronk, en cuya casa se instala, a los críticos musicales Robert Shelton  y Al Aronowitz, quienes pronto se convierten en parte de su séquito.

    Con una asombrosa capacidad para retener cualquier melodía escuchada fugazmente en la más insignificante taberna e incorporarla mejorada a su repertorio, impacta al inicio con su original adaptación de canciones tradicionales, prácticamente reinventándolas, pero a partir de su apasionada relación con la activista Suze Rotolo intensifica su inmersión en la canción protesta, dibujando con una belleza lírica jamás alcanzada las profundas emociones de toda una generación.

    De repente se había convertido en  un ídolo, el icono de una juventud que le adoraba. De ahí que ese amor se torne transitoriamente en desprecio cuando empieza a alejarse de la temática social que le había encumbrado.

    El punto culminante se produce en diciembre de 1963, apenas dos semanas después del asesinato del presidente Kennedy. Al recibir un premio del progresista Comité de Emergencia para las Libertades Civiles, Dylan observa como entre el público que abarrota el recinto no hay absolutamente ninguno de esos jóvenes cuyos derechos se supone que están protegiendo, sino un grupo de adultos trajeados y, alentado por el alcohol, decide volar por los aires esa falsa bandera que algunos se empeñan que enarbole: “Ojalá todos los que están aquí sentados esta noche no estuvieran y pudiera ver rostros con pelo en su cabeza. Observo a la gente que me gobierna y dicta mis normas y no tienen pelo en la cabeza. Vosotros deberías estar en la playa nadando y relajados. Para mí ya no hay negro ni blanco, izquierda ni derecha, sólo hay arriba y abajo y abajo está muy cerca del suelo. El hombre que mató al presidente Kennedy, no sé qué pensó que estaba haciendo, pero debo admitir honestamente que vi algo de mí mismo en él”. Entre constantes abucheos decide marcharse.

    En realidad nunca aceptó el  rol que querían atribuirle: “Ponerte del lado de la gente que lucha por algo no te convierte en político”.

    El magnífico documental  No Direction Home dirigido por Martin Scorsese en 2005 recorre este apasionante trayecto con una extensa entrevista actual, intercalada  con imágenes y declaraciones de la época, buscando poner un poco de luz sobre uno de los personajes más influyentes y enigmáticos de su tiempo.

    “Los genios crean sus propias reglas y Dylan es un genio, la conciencia de una generación, una referencia a la par que un predicador y también un hombre incomodado, porque es difícil permanecer impasible mientras te colman de elogios”. 

    Del Dylan retraído que sonríe pudorosamente mientras escucha las lisonjas que le dedica Steve Allen en su show, en febrero de 1964, al joven soberbio que aparece en el documental Don´t Look Back, realizado por D.A Pennebaker en mayo de 1965, media una breve estancia en el Edén de la fama y del éxito. El insólito reportaje retrata dos semanas en la vida del cantante durante una gira en Londres, mostrándonos la agudeza de un Bob sobreactuado y petulante, en permanente burla con el universo:

    •  Nunca he estado en el Time Magazine. No me interesa. Podría decirte que no soy un cantante de folk y explicarte porqué pero nunca lo entenderías. Sólo podrías asentir con tu cabeza -indica en tono desafiante a un aturdido reportero del Time.
    • ¿Le importa aquello sobre lo que canta?-contrataca este.
    •  ¿Cómo tienes los bemoles de preguntarme algo así? ¿Le preguntarías algo así a The Beatles? –replica indignado-. Soy tan buen cantante como Caruso y puedo retener la respiración tres veces más ¿Acaso me has escuchado cantar? 

    Es sólo uno de tantos juegos o desplantes. Posiblemente no le quedaba otro remedio ante el surrealismo reinante. Como bien describe Clinton Heylin en su biografía Behind the Shades, su suite en el hotel Savoy londinense se convierte en un caótico desfile de gente variopinta para rendirle pleitesía: desde periodistas a miembros de la Generación Beat británica, Joan Baez, Allen Ginsberg o The Beatles. 

    Así lo veía el periodista Al Aronowitz: ”Ser el constante objetivo de sus pullas era el precio que cada uno de nosotros pagaba por pasar el rato con él. Después de todo era una  especie de Mesías para cada uno de nosotros y los que estábamos en su círculo pagábamos gustosamente ese precio”.

    Pero la brillantez de su incesante ironía y aparente alegría, apenas pueden disfrazar la peligrosa evidencia de un humor excesivamente mudable y químicamente inducido que empieza a preocupar a quienes le aprecian. 

    Devoto del poeta francés del siglo XIX Arthur Rimbaud,  parece dispuesto a llevar su singular ideario hasta sus últimas consecuencias: “El poeta se convierte en vidente a través de un largo, prodigioso y racional desorden de los sentidos…”  

    D. A. Pennebaker: “Ver a Dylan atravesar el proceso de ser cada vez más popular fue realmente interesante. Nadie puede imaginar el estrés que supone que los únicos más famosos que tú en el mundo sean tus amigos The Beatles”.

    Seguramente no opinaría lo mismo Joan Baez, con quien mantenía una relación intermitente, persuadida para unirse a la tournée y luego cruelmente desdeñada hasta el extremo de no dejarla siquiera subir al escenario.

    Aunque sus adicciones parecen no mermar su capacidad creativa, lo errático de su conducta se hace todavía más evidente durante su gira mundial en 1966 –nuevamente filmada por D. A Pennebaker y plasmada en Eat The Document–.

    En plena polémica por el reemplazo de su guitarra acústica por una eléctrica y su gradual abandono de la protesta, los constantes abucheos en Reino Unido y Francia, unido a su existencia disoluta, generan un clima de mayúscula tensión presto a explosionar en cualquier instante: “No sé qué sustancias estaban tomando él y Robbie –Pennebaker alude al guitarrista de The Band, Robbie Robertson– pero le hacían estar muy irascible y peculiar. Nunca dormía y yo ya no podía  soportarlo. ¡Oh! Hubo mucho comportamiento extraño en ese viaje. La presión era enorme.”

    De la expedición regresa un Dylan física y mentalmente fundido. Apenas dos meses más tarde, el 29 de julio de 1966, tras tres días insomne, sufrió el percance que cambió su vida y posiblemente evitó el luctuoso final de otros afamados contemporáneos. “Cuando tuve mi accidente  de moto desperté y prendí mis sentidos. Me di cuenta que estaba trabajando para todos esos parásitos y que no quería seguir haciéndolo”.

    Por ello, decide aquietar su compás y disfrutar de su hijo de seis meses, retirado de la exposición pública y dedicado a componer y grabar durante casi una década.

    Ha conseguido envejecer sin que decline su leyenda. Miles de líneas y reportajes pero nadie ha logrado resolver el misterio, descifrar el enigma.

    “Es uno de los hombres más complejos que he conocido. Al principio trataba de comprenderle pero desistí. No sé lo que pensaba pero sí lo que nos dio. No hubiera podido escribir esas canciones si no se preocupara realmente por los derechos de los desvalidos, pero en aquella época tenías que tomar partido por un lado o el otro y el no quiso hacerlo”- aclara con resignación Joan Baez.

    Simplemente no aceptó ser “Only a Pawn in Their Game”.