Breve historia de un llanto

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Lo que les voy a contar esta vez es una historia breve, absurda para algunos, banal para la mayoría, porque la vida no deja de ser una banalidad para el 90% de la gente.

Estamos acostumbrados a nuestra rutina, a que no nos saquen de la comodidad de nuestra vida que se compone de trabajo, comida, trabajo, cena, televisión y a dormir. Y así, como el día de la marmota. Nos enriquece esa cotidianeidad, pasear del brazo de nuestras parejas mirando escaparates como si no hubiera otros escenarios en los que además de mirar y consumir pudiéramos aprender. Pero aprender ¿para qué? Si lo que buscamos es el confort, si nuestros dramas no sobrepasan más que el límite de no tener un empleo estable ni un salario digno. Cuando digo digno hablo de poder comer, vestir y dormir bajo un techo con agua y calefacción en invierno. Esto, que es nuestra dignidad, es un lujo para demasiados.

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Hoy estaba en la cola de embarque para volar de Sevilla a Madrid. A mis espaldas, 20 metros atrás, el llanto desconsolado de un niño que no cesaba. Algo me impulsó a dejar la cola y dirigirme al origen del llanto. Y me encontré con una joven voluntaria de una ONG con un bebé negro en brazos. Me acerqué con cuidado, siguiendo mi instinto y procurando no invadir. No sabía qué circunstancias provocaban el lamento.

Al verme, el bebé tendió sus bracitos hacia mi. Lo cogí en brazos y en pocos segundos el niño se calmó mientras le susurraba al oído las mismas cosas que les susurro a mis hijos Mauro y Martina cuando están inquietos por algo que no controlan. No por sus caprichos, sino en sus inquietudes de bebés.

El pequeño se llama Ahbraghouk, o eso he podido entender, y de sus apenas 14 meses de vida, seis de ellos los ha pasado separado de su madre biológica. Le trajeron a España para operarle por un problema en su corazón y ahora le toca volver. Será feliz, pero ha pasado por tantas manos que el pequeño estaba asustado llamando a su mamá. ¿A cuál? ¿A la de acogida? ¿A la que le trajo al mundo? ¿A la jefa de la ONG que lo llevó hasta el aeropuerto y lo dejó en manos de la agobiada voluntaria?

Son casualidades de la vida, o no, quizá señales, pero durante el genocidio de Rwanda en 1994, y siendo uno de los escasos periodistas españoles testigos de aquella tragedia, el mayor desastre humanitario del siglo XX, vi morir a muchos niños delante de mis ojos. Acompañé a otros tantos que estaban perdidos en aquellos caminos del demonio hasta llevarles a aquellas tiendas de campaña/orfanatos. Le quité la ropa a un bebé recién muerto para ponérsela a otro que aún permanecía con vida. Pero ¿saben qué? Yo no lloraba, no era capaz, no sentía que estuviera viviendo aquél drama. Lo consulté con más de un psicólogo, y siempre me encontré con la misma respuesta. Mi falta de emotividad, de sentimiento, era consecuencia de una coraza protectora que me daba mi condición de periodista. Una de estas psicólogas, Angeles se llamaba, me dijo “lo sufrirás dentro de unos años”. Sin saber cuándo ni por qué. Pasé por muchas otras etapas de sufrimiento infantil, en las consecuencias de la guerra de Sierra Leona, en la miseria de Cuba, en el terremoto de Haiti…, lo había pasado en la guerra de Bosnia. Pero ni asomo de aquél sufrimiento que me anunciaron.

Hoy, cuando he tenido que dejar al pequeño en manos de la voluntaria, en medio de otro llanto por despegarse de mi, he roto a llorar. En medio del avión, con todo el pasaje por testigo. Sin pudor y sin vergüenza. Y con la paz de encontrarme con los desconocidos que tenía cerca dándome su calor.

Llámenme débil, tonto, pusilánime o lo que quieran, pero en la mirada y el abrazo de ese niño había una cuenta pendiente con la vida. Hacía muchos años que no lloraba y no me planteaba cuestiones tan fundamentales como  sentimientos tan profundos. Todavía con las lagrimas en mis ojos siento pena y compasión por aquellos que no quieren jugar este papel en la vida, por los superhéroes que no ven más allá de sus narices y no se dejan llevar por algo tan incomparable como la emoción por un ser que aprende a vivir.

He sentido a ese niño en mis brazos como una señal inequívoca. Me ha devuelto a la normalidad después de muchos años de silencio, y me ha renovado la condición de ser humano. Porque si no estamos para ayudar a pequeños como Ahgrahouk al menos en nuestros ratos libre, ¿para qué?

Y al que este relato le parezca una estupidez, que salga a vivir, que se vaya a conocer el mundo y luego me lo cuente. No soy nadie, pero he visto algo. Cuando tenía 13 años, en pocos meses tendré 50, escribí en una revista, Cambio 16, lo que me pareció sobre el intento de golpe de Estado en España de 1981. Un adulto me dijo entonces “¿acaso crees que la vida es de color rosa?” Seguro que no, pero ya con mi edad déjenme que la pinte del color que me venga en gana.

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