Brian Wilson: El alma atormentada de The Beach Boys

- Publicidad -

¿Has soñado alguna vez con un estío sin final? ¿Anhelaste alguna vez perpetuar la efímera belleza de la pasión adolescente? The Beach Boys dibujaron el verano eterno, la evocadora melodía cuya magia te devuelve al paraíso perdido, a aquel endless summer juvenil que un día se desvaneció.

“Caminábamos hacia la cumbre pero, ¿qué había allí si seguías subiendo? ¿Y si caías? Me sentía feliz, pero aturdido. Yo sólo quería crear música con mis hermanos y amigos, pero aquel año ascendimos a toda velocidad. Nos convertimos en algo realmente grande y todo cambió. Sentía inquietud, así que cerré los ojos buscando valentía en mi interior”.

- Publicidad -

El vértigo de la cúspide, la delgada línea que separa genialidad y locura. En I Am Brian Wilson, su reciente autobiografía plasmada por Ben Greenman, Brian revive con valor sus fantasmas interiores, la ambivalencia de sus emociones instantes antes de que su mente estallara.

“El avión iba cada vez más rápido, despegó y empezó a elevarse. Escuchaba como conversaban los otros chicos y, de repente, mi pensamiento se nubló y me desmayé. Para mí me desmayé, para el resto empecé a gritar con las manos en la cabeza y me desplomé sobre el pasillo”.

Aquel fatídico vuelo a Houston, el 23 de diciembre de 1964 –“El año en que todo ocurrió”–, que mutó su existencia.

Doce meses frenéticos –cuatro exitosos álbumes y más de cien actuaciones–, culminados en Julio, cuando, en pleno fervor de la Beatlemanía, tras el aterrizaje de “The Fab Four” en el Show de Ed Sullivan el 9 de febrero de 1964 –más de setenta millones de televidentes les contemplaron– The Beach Boys alcanzan el número uno en el Billboard norteamericano con I Get Around, superando a sus encumbrados contrincantes de Liverpool.

La aventura había, sin embargo, comenzado mucho antes, en aquel pequeño dormitorio compartido con sus hermanos, el indomable Dennis –The Menace- y el conciliador Carl. Aquella modesta vivienda en Hawthorne-California impregnada de tanto talento como dolor por los golpes y vejaciones de un padre abusivo –“El gran Murry Wilson”-, al que querían tanto como temían.

Sin atisbo de rencor, desde la madurez de sus setenta y cuatro años y buscando la ecuanimidad, recuerda como Murry les transmitió su melomanía, alentó para que formaran el grupo y propició con su persistencia tanto la publicación de su primer single Surfin ?, como del sucesivo álbum Surfing Safari; pero afronta la, todavía lacerante, realidad: “Hubo días con mi padre, y no sólo unos pocos, que desearía que no hubieran ocurrido. Podía ser generoso y guiarme hacia grandes cosas, pero también brutal, menospreciarme y humillarme hasta el punto de lamentar estar vivo”.

Un párvulo superdotado que, con apenas diez años, aprendió a tocar el ukelele y el acordeón, a los que muy pronto añadiría el piano y el bajo, de manera prácticamente autodidacta. Capaz de captar con agudeza las armonías de sus admirados Rosemary Clooney –tía del famoso actor George Clooney- y The Four Freshmen, y enseñarlas a sus hermanos y a su primo Mike Love.

Una pasión correspondida. El piano de su habitación como leal amigo, único refugio de un niño introvertido y vivaz incapaz de comprender y gestionar adecuadamente su aflicción.

Todo sucedió presurosamente, como el repentino desenlace de un divertido juego infantil. Un día estaban en el garaje de su casa entonando y poco después arribaba el frenesí, cuando, expirando 1961, sonó por primera vez su single Surfin ? en las ondas. “Estábamos en mi coche y nos volvimos locos. Corrí calle abajo gritando. No hay nada como ser una banda nueva y oír tu canción por la radio, excepto cuando la banda es tu propia familia”.

La surf music, con la que pioneros como Dick Dale & The Del-Tones reproducían instrumentalmente la sensación del planeo sobre las olas, alcanzó la excelencia con las eufonías vocales contenidas en Surfing USA o California Girls, auténticos himnos, vibrantes retratos del idílico cosmos que habitaban no pocos afortunados en la privilegiada California en los albores de los sesenta –a la cabeza en renta per cápita y calidad de vida-. Aunque, curiosamente, sólo el bullicioso Dennis, único surfista del grupo, saboreara ese desenfreno.

Alcanzar el cielo, y descender súbitamente a los infiernos. Tras su colapso aéreo, el gran líder, de sólo veintidós años, anuncia que no volverá a actuar en directo, centrándose en la composición y producción. En el horizonte su deseo, casi obsesivo, de emular al productor Phil Spector por cuyo tema Be My Baby siente una devota fascinación –tras escucharla por la radio se plantó en su estudio para conocerle y comenzó, de inmediato, a utilizar a su equipo de músicos, The Wrecking Crew–.

Durante un tiempo parece feliz en su biosfera creativa, pero pronto vuelve la fantasmagoría, los insoportables estados de ansiedad y, tras sucumbir al embrujo psicodélico de la época, empiezan las alucinaciones auditivas: “Tu música es una basura. Estás acabado. Vamos a por ti Brian. Vamos a matarte. Es el final”. También escucha otras voces menos amenazantes pero igualmente devastadoras, las de Chuck Berry, Phil Spector o su padre cuestionando su obra.

“Gran parte de mi música ha sido la vía para tratar de librarme de todas esas voces. Cuando entro en el estudio surge la música y cesan las voces. Es algo mágico”.

La asombrosa metamorfosis del genio: El mismo espíritu atormentado capaz de engendrar el más aterrador e inexistente averno, es la iluminada fuente que transforma el silencio en los más bellos y complejos acordes. “La primera vez que tomé LSD tuve que guarecerme en mi habitación. Empecé a tocar lo que luego devino en California Girls al piano. Toqué una y otra vez hasta que capté su esencia”. “Anoche vi a Dios”, dijo al día siguiente a su esposa Marilyn, entre sollozos.

Brian empieza a percibir que algo muy extraño sucede dentro de su cabeza, pero no sabe a quién acudir. Carl y Dennis no le comprenden y menos aún su autoritario progenitor: “¡No seas cobarde! ¡Entra ahí y escribe buenas canciones!”

Y a fe que lo hizo. “Compuse buenos temas pero me estaba hundiendo”. Si las drogas fueron demoledoras para su equilibrio neurológico, no puede decirse lo mismo de su inspiración. The Beach Boys Today! y Summer Days (and Summer Nights) reflejan el salto cualitativo, con letras más maduras, abandonando paulatinamente –pese a las quejas del resto- la temática surfista y adolescente, hasta que en mayo de 1966 Llega Pet Sounds, indefinible sublimación del baroque pop –o “Brian ?s Ego Music” como, despectivamente, lo calificó, con cierta envidia, Mike Love, encabezando el comité opositor–.

Es el candente apogeo de una de las rivalidades artísticas –profunda y mutua admiración en realidad– más hermosas y productivas: Si el hechizo ante Rubber Soul de The Beatles espoleó a Brian para afirmar que iba a componer “el mejor disco de rock de la historia”, el desafío implícito en los psicodélicos ritmos y melancólica poesía de Pet Sounds –brillante y decisiva la elección de Tony Asher, que hasta entonces sólo había escrito sintonías publicitarias, como letrista–, propulsó Sgt. Pepper ?s Lonely Hearts Club Band –los dos mejores álbumes de todos los tiempos según la revista Rolling Stone–.

Sus memorias reflejan un momento absolutamente irrepetible cuando, tras la publicación de Pet Sounds, poco después de recibir la felicitación telefónica de John Lennon, y antes de que Sgt. Pepper ?s Lonely Hearts Club Band viera la luz, Paul Mccartney, acude expresamente a su casa de Bel Air para que escuche su nuevo proyecto: “Puso la cinta y era She ?s Leaving Home. Mi mujer Marilyn no podía parar de llorar al oírla”. Conmovido, el Beach Boy aprecia con orgullo la visible influencia de su reciente título: “Era difícil comprender el efecto que mi música tenía en la gente, pero era fácil de observar cuando se trataba de otro compositor”.

Si Good vibrations –cuyo largo proceso de germinación concluiría en noviembre de 1966, alcanzando el número uno en Reino Unido y Estados Unidos– marca el punto más alto de su trayectoria, el derrumbe de Smile supone su irreversible inmersión en las tinieblas.

Todavía herido por el fracaso comercial de Pet Sounds, lo estrambótico de su conducta por su creciente drogadicción –aparte de tocar el piano sobre una caja de arena, podía cancelar en cualquier momento una sesión de grabación alegando que sentía malas vibraciones; y exigió que los instrumentistas portaran cascos de bombero-, junto a las divergencias internas por el cambio de dirección artística, generan un clima de mayúscula tensión que dinamita su más ambicioso reto –aunque mucho más tarde, en 2004, lo superaría junto a Van Dyke Parks-.

A partir de ahí, los fugaces paseos por los límites de la realidad devienen en una evidente patología mental. Una fortísima depresión –que tiempo después se diagnosticó como trastorno esquizoafectivo- le postraría en la cama durante años, sin apenas contacto exterior. 

A través de fogonazos desordenados de su recuerdo, Brian narra ese largo periodo casi inanimado y a la deriva –agravado por el cruel, e intencionadamente erróneo, tratamiento de un despiadado psiquiatra, Eugene Landy, más preocupado de saquear sus cuentas que de su curación, que prácticamente se apoderó de él durante una década, atiborrándole de pastillas que lo dejaran suficientemente turbado y a su merced-, abocado a un final dramático, del que, gracias al amor de su actual esposa Melinda y a su fuerza interior, salió milagrosamente airoso.

“Mi historia es una historia de música, familia y amor, pero también es la historia de una enfermedad mental”, afirma en el preámbulo. Yo añadiría que es asimismo un relato de supervivencia. Porque, pese a su frágil apariencia, ha sobrevivido absolutamente a todo –incluidas las prematuras y trágicas desapariciones de sus hermanos Dennis y Carl, y las demandas de su primo Mike–, sin perder la ilusión por componer y sentir el calor del público.

Finales de los noventa. Mientras Brian se encuentra en el escenario del abarrotado Greek Theater de Los Angeles, Mccartney entra apoteósicamente por una de las puertas laterales y, tras un leve saludo gestual, recibe un cariñoso y celebrado guiño de su amigo: “God only Knows what I ?d be without Paul”, entona modificando levemente la letra de God Only Knows, la predilecta del Beatle –compuesta junto a Tony Asher en sólo cuarenta y cinco minutos-.

Brian Wilson, Paul Mccartney y Bob Dylan, vivos protagonistas y fascinantes testigos de la era de mayor transgresión y creatividad.

Tal vez nunca regrese el esplendor de aquellos osados sesenta, pero siempre permanecerá el indeleble resplandor de su legado.

- Publicidad -

Más del autor

Artículos relacionados

Lo más reciente

Se ejecutará cierre parcial de las Av. Río de Janeiro y La Estancia, en Caracas por obras de vialidad

A fin de avanzar en los trabajos de la fase cuatro, de sustitución del colector que atraviesa la Base Aérea Generalísimo Francisco de Miranda...

AP: LNG Energy Group firma acuerdo con PDVSA mientras se avecinan sanciones de EEUU

Una compañía fundada por un petrolero multimillonario de Texas anunció el miércoles un acuerdo con la petrolera estatal venezolana para rehabilitar cinco campos petroleros...

Andrés Caleca pidió trabajar para lograr la presencia de testigos en todas las mesas de votación el próximo 28 de julio

El expresidente del Consejo Nacional Electoral y excandidato en las elecciones primarias de la oposición, Andrés Caleca, exhortó este miércoles a trabajar para monitorear...

¿Quieres recibir las notas de mayor interés en tu email?

Comparte con nosotros tu email y te haremos llegar las noticias de mayor relevancia directo a tu correo