Contrainteligencia cubana juega al duro contra periodistas sin mordaza

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No importa los recursos que se gasten. Para anular, hostigar y reprimir a intelectuales y periodistas sin mordaza, la caja verde olivo de caudales siempre extiende un cheque en blanco.

No se disponen de estadísticas. Pero según cálculos conservadores, los servicios especiales y las fuerzas armadas en Cuba gastan alrededor del 35% del escuálido PIB nacional.

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No les falta combustible, casas de visita, villas de recreo, clínicas médicas ni técnicas de espionaje para vigilar a los presuntos contrarrevolucionarios.

Erroneamente se piensa que la prioridad de los servicios especiales en la Isla, es la fragmentada oposición local que apenas cuenta con poder de convocatoria ciudadana. Para los valientes opositores de barricada el método es el bofetón, golpes de karate o detenciones en húmedos y cochambrosos calabozos.

El peligro real para el gobierno, y por ende para la contrainteligencia, son los funcionarios de alto nivel. “Ellos son una especie de cobayas de laboratorio, siempre están bajo observación. Están al tanto de sus llamadas telefónicas, conexiones a internet, contactos con extranjeros, preferencias sexuales y gustos personales. Ni en el baño escapan de la vigilancia electrónica”, cuenta un ex oficial de inteligencia con experiencia en labores de escuchas.

Como en el filme alemán La vida de los otros, los que ocupan puestos relevantes en el gobierno, fuerzas armadas, comercio exterior y ministerio de relaciones exteriores, son escrutados minuciosamente. Luego, el otro sector que antecede en vigilancia a la disidencia, es el mundo de las letras, las artes y las ciencias.

“A los opositores abiertos, el método es intimidarlos, presionarlos con violencia física y psicológica o simplemente encarcelarlos. Se sabe cómo piensan. Pero los escritores, músicos, científicos, investigadores y periodistas estatales, entre otros, son un arma de dos filos. Muchos son disidentes silenciosos. Suelen tener doble moral y comportamiento. En asambleas, departamentos o redacciones aparentan lealtad al sistema. En sus casas son pichones de contrarrevolucionarios”, alerta el ex oficial de inteligencia.

Los agentes más preparados, afirma la fuente, “se dedican  a vigilar a dirigentes, funcionarios y empleados de organismos importantes del Estado. Para atender a la disidencia y el periodismo independiente destinan a los recién graduados del Instituto Superior del Ministerio del Interior y a aquéllos que son más hábiles utilizando la violencia verbal y física que la esgrima intelectual”.

En mis veinte años dentro del periodismo libre, la Seguridad del Estado me ha citado cinco o seis veces. En ocasiones no eran citaciones oficiales. El tipo parqueaba su moto en los bajos de mi edificio o cerca de la casa, y como si fuera un amigo, pretendía conversar distendidamente conmigo y con mi madre, Tania Quintero, que ahora reside en Suiza como refugiada política y también fue periodista independiente.

Decía nombrarse Jesús Águila. Joven, blanco, rubio y con pinta de egresado de Eton. Cuando se puso fastidioso (le dio por llamarnos o visitarnos más de la cuenta y llegó a acosar a mi hermana en su centro laboral), Tania le armó una tángana y el hombre desapareció de la escena.

Una tarde cualquiera de finales de los años 90, en una unidad policial, conversó conmigo un oficial de alto rango que denotaba mayor nivel cultural. En agosto de 2010, en una mañana de calor insoportable, me citaron a una unidad de Tropas Especiales en las inmediaciones del Reloj Club, en la Avenida Boyeros. Eran oficiales de la Contrainteligencia Militar.

El sitio donde me entrevistaron era un cubículo de interrogatorios ubicado en un área de celdas para reclusos. Yo había escrito un par de notas para la edición América del diario español EL Mundo sobre la intromisión de altos oficiales militares en negocios empresariales. A las FAR, según los interrogadores, no les gustaba la imagen que ofrecía de la instituciones militares y en un amago de amenaza, me dijeron que podían aplicarme una ley, que ni me acuerdo cuál era, por irrespeto a ‘las gloriosas e invictas fuerzas armadas revolucionarias’.

Pero todo quedó en intimidación. Durante casi siete años no me molestaron. Cuando hacía alguna cobertura periodística en la cual había operativos de la Seguridad del Estado, no me dejaban pasar, pero nunca me detuvieron. Hace tres semanas, citaron a varios amigos. Sospechaban que me servían de fuentes periodísticas.

Escribí una nota donde decía que si deseaban saber sobre mí, que me citaran. Evidentemente la leyeron. Y el martes 4 de abril me citaron para una entrevista al día siguiente, 5 de abril, en una unidad policial situada en la barriada de Lawton, al sur de La Habana.

Dos eran los oficiales. Jóvenes, mestizos, amables y educados. No puedo decir otra cosa. Cada uno expusimos nuestros puntos de vista sin gritar, con respeto. Les dije que ese talante de diálogo es el que se necesita para, de una vez y por todas, reconocer a la oposición e intentar enrumbar el desastre nacional que hoy es Cuba, por el carril de la democracia. Los oficiales no prometieron tolerancia. Pero hicieron silencio.

Tres días antes, se vio el reverso de la medalla. Como desde hace 97 domingos, una chusma vestida de civil e instigada por la Seguridad del Estado, armó un linchamiento verbal frente a la sede de las Damas de Blanco, en Lawton, cerca de la unidad donde fui citado.

De enero a marzo de 2017, la policía política efectuó 1,392 detenciones breves y en varios casos decomisó equipos de trabajo y dinero a periodistas independientes y activistas de derechos humanos.

Se reprime sin orden ni concierto. Lo mismo a un grupo de reporteros de Periodismo de Barrio, quienes escriben sobre temas ecológicos y comunidades vulnerables, un bloguero neo comunista como Harold Cárdenas, que a un periodista abiertamente anticastrista como Henry Constantín, vicepresidente regional de la SIP.

A diez meses de que Raúl Castro cuelgue los guantes, la estrategia de los servicios especiales debiera sufrir un vuelco de 180 grados. Y a través de sus contactos con la disidencia, establecer una canal de comunicación con el gobierno, paso previo para una posterior legalización de las discrepancias políticas.

Pero me temo que el régimen cubano no tiene a la democracia como una de sus prioridades.

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