Corrupción, insignia colombiana

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La corrupción es una cualidad que distingue tanto o más a Colombia que la cumbia, el vallenato o el café. Pertenece a la idiosincrasia nacional. Ya lo he dicho otras veces: si la corrupción –principalmente la gubernamental- fuera suspendida solamente durante un mes la economía nacional quedaría en ruinas. Las contrataciones con el estado –y muchas de las que ocurren entre particulares– se rigen por una sigla cuyo significado el país conoce de memoria, como conoce el de OEA, ONU o DEA. Me refiero a CVY, que significa “¿Cómo voy yo?”. Mediante opulentos sobornos pagados por la multinacional brasilera Odebrecht con el ánimo de obtener los contratos más jugosos del país para construir carreteras de pésima calidad a precios de autopista japonesa, el CVY funcionó con la perfección de la última misión a Marte no tripulada de la NASA. El único cálculo que estaba por fuera de control era que –como ocurrió al final– la justicia de Estados Unidos descubriera la maturranga y la revelación fuera tan clara, tan cierta, tan patente, que no quedara ni la menor duda de ella.

Los principales sabios del gobierno de turno no necesitan hacer ningún gran esfuerzo, por ejemplo, para saber que el país necesita una nueva refinería de petróleos que produzca combustibles. Solamente empeñan todas sus fuerzas, su malicia y sus conocimientos en la concepción de la contratación correspondiente, con tantas trampas y acertijos, que sirva para desfalcar al país con sofisticados recursos jurídicos secretos y mañas que hagan posible impedir los perjuicios que sufrirá el país de manera inequívoca. Escogen de antemano y en secreto al afortunado que ganará la licitación y la preparan con tal sabiduría y habilidad que todo el proceso, hasta la adjudicación, sin duda, resulta ser, más que un arte, una ciencia. En sesión pública final – a la luz del día– se abren las propuestas selladas de los aspirantes y gana, de manera completamente “impecable”, el elegido de antemano: el que supo responderles mejor a los adjudicadores la pregunta mágica, implícita en las tres letras de la suerte: CVY.

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En el año 2009 estaba retenido en un atasco de tráfico bogotano –consecuencia de la falta de vías, pues se robaron el dinero de las nuevas que ya deberían estar hechas–. Recuerdo perfectamente que, en el tedio y la desesperación frustrada de poder moverme, oí en la radio dos noticias. La primera era sobre la próxima construcción de un sencillo repartidor subterráneo de tráfico conocido como “el deprimido de la calle 94”, el cual a los vecinos la ciudad ya se lo habían cobrado con creces por medio de un impuesto de “valorización”. La segunda noticia parecía imposible: la NASA se preparaba para enviar una misión no tripulada a Marte con el propósito de examinar la atmósfera, la geología y la historia del planeta del que siempre creímos estaba habitado por una civilización de seres superiores, enjutos, perversos, con cabezas coronadas con dos antenas carnosas –como las de los caracoles– y provistos de un solo ojo enorme cada uno de ellos. Esos marcianos, de acuerdo con los ufólogos, visitaban nuestra Tierra de manera furtiva en ágiles y veloces platillos voladores; en esas visitas permanentes se llevaban con frecuencia a uno que otro de nuestros congéneres para estudiarlos molécula por molécula.

Pues bien: la misión de la NASA partió el 26 de noviembre de 2011 y llegó a Marte el 16 de diciembre de 2014. El robot Curiosity comenzó inmediatamente a enviar fotografías, videos y otro tipo de informaciones a la Tierra que desmintieron de entrada todas las fantasías de los ufólogos y nos revelaron la inmensidad de un paisaje terroso y muerto en el que pudo haber existido algún tipo de vida hace millones de años, a juzgar por los lechos secos de lo que quizá fueron ríos cuyas aguas alimentaron a alguna clase de seres orgánicos.

El Curiosity duró varios años recargando sus baterías con luz solar, lo que le permitió viajar por Marte e investigar innumerables muestras que recogió de la geología y la atmósfera, las procesó en el laboratorio que llevaba en sus entrañas y transmitió los resultados a la NASA.

Entre tanto, la construcción del “deprimido de la calle 94 en Bogotᔠera un cráter gigantesco lleno de lodo y charcas que producían bandadas de moscas y zancudos. Los edificios aledaños fueron agrietados y el tráfico de la zona se hizo peor. Los afortunados adjudicatarios del contrato alegaban que no podían avanzar porque no sabían cuál era el curso de las tuberías de alcantarillado y acueducto que supuestamente estaban enterradas en el lugar donde debían hacer la obra, no había tecnología conocida para lograr esa información. Pasaban los años y la ciudad les regalaba partidas multimillonarias y extraordinarias de dinero a los “constructores”. La comunidad protestó inútilmente de todas las maneras posibles y agotó sin éxito cuanto recurso legal se le vino a la cabeza. Los felices ganadores del contrato recibieron cientos de veces más dinero del presupuestado y, al fin, hace pocos meses el “deprimido” fue dado al servicio, con una tardanza de diez años. El alcalde inauguró la obra con toda la pompa y desfachatez que le fueron posibles, como si tuviera el mérito de la misión a Marte. Pocos días después de haber entrado en servicio, cayó un aguacero y el repartidor subterráneo se inundó debido a que los constructores se habían robado el dinero que les dieron para instalar bombas automáticas de desagüe y la alcaldía –por efecto del CVY– hizo de la vista gorda. En consecuencia, los automóviles flotaban como tapas de corcho.

En la misma forma, durante los últimos años, la corrupción en Colombia se ha robado una hidroeléctrica completa –El Guavio– que debimos pagar siete veces hasta que estuvo hecha. Nos robaron tres billones de pesos de 2007 en la liquidación de la estatal Foncolpuertos. Un par de jóvenes hampones –Tomás Jaramillo y Juan Carlos Ortiz– entroncados con la mafia, la alta sociedad y el Gobierno, se robaron más 300 mil millones de pesos del públicos a través de la corredora de bolsa Interbolsa y ahora, sin reponer un centavo de sus bolsillos, pagan una minúscula pena de cárcel en una prisión de lujo dentro de la que tienen a su servicio salas de deportes, masajistas, cinco cocinas de calidad mundial, licores de primera calidad, visitas permanentes, cocaína de máxima pureza, peluqueros, manicuristas, teléfonos celulares, Internet de alta velocidad y servicio a las habitaciones. Para todo esto sea posible la administración de la prisión y los custodios aplican el CVY. Cuando esa pareja de criminales salga ponto en libertad se irá a disfrutar de las fortunas que esconde en distintas partes del mundo sin que la justicia colombiana haga ni el menor esfuerzo por quitárselas.

El delincuente de cuello blanco Carlos Palacino se robó 1.5 billones de pesos colombianos de 2010, pertenecientes al presupuesto de la salud pública, a través de la firma privada Saludcoop. Gozó del privilegio de tener de su lado al Fiscal General de la Nación (Eduardo Montealegre), que había sido su abogado particular, y estuvo a punto de que su amigo el presidente de la república, Álvaro Uribe, además de dejarlo actuar en la impunidad absoluta, le entregara la totalidad del Seguro Social. Este caso sirvió para descubrir que la mayor parte de las entidades privadas de salud desfalcan al Estado colombiano mediante servicios que nunca se prestan, todo gracias al sagrado tesoro del CVY.

Los ejemplos son innumerables. Va uno más para no cansar a quienes se toman el trabajo de leerme: recientemente, se descubrió la existencia de una máquina delincuencial que produce condenas y absoluciones judiciales contrarias al derecho y la moral. Funciona en todas las altas cortes, despachos judiciales y órganos de control. La cabeza principal del primer hallazgo era el corrupto magistrado de la Corte Constitucional Jorge Pretelt. Abogados sucios amigos suyos organizaban los chanchullos mediante los cuales entraba dinero a manos llenas para comprar decisiones judiciales aberrantes en todas las instancias. La justicia, valga decirlo, no opera contra la justicia. El ladrón no roba al ladrón, tal es primer mandamiento para lograr el mayor grado de excelencia y bondad del CVY.

“Somos el segundo país más corrupto del mundo”, me dijo un amigo al que le conté que escribiría esta nota. “Pero no hay problema, podemos a pasar un dinero para que nos pongan de primeros”.

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