El Buscapersonas

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En 1994, Alejandro Muñoz Garzón, periodista de 59 años, ubicó en un barrio obrero de Bogotá a Ofelia Duque, costurera de remiendos, de 65 años y, en Venezuela, a su hijo Hernán Zuloaga, de 43, quien fue desprendido de ella cuando apenas tenía cinco y hoy es maestro de escuela. Desde entonces, las pesquisas de Muñoz Garzón han logrado más de 12 mil reencuentros de este tipo, siempre ahogados en lágrimas y con los ánimos en estado de agitación y angustia. Otros tres mil han sido frustrados por sentimientos arraigados de rencor y rechazo. En cerca de dos mil casos las búsquedas han culminado frente a tumbas de cementerios.

Ahora posee, clasificadas con cuidado, cerca de siete millones de cartas enviadas por colombianos que le piden buscar a parientes desaparecidos. Con base en proyecciones estadísticas hechas con las cartas y los correos electrónicos recibidos, Alejandro y un equipo de estudiantes de la Universidad Santo Tomás calcularon que de los 44 millones de personas que se cree conforman la población de Colombia, alrededor de seis y medio millones son padres desconocidos buscados por sus hijos. Cerca de dos millones ochocientos mil son madres que fueron separadas de sus hijos, en la mayoría de los casos de forma abrupta, y alrededor de un millón setecientos mil rastrean a un hermano perdido, al que se le recuerda entre las brumas de la memoria, o a un hijo desconocido. Alrededor de doce millones de colombianos son buscados por sus parientes biológicos inmediatos, concluye Alejandro, quien en abril de 1999 optó por crear la Fundación para el Reencuentro, FPR, y entregarse por entero a investigar la multitud de personas que se empeñan en conocer su propia verdad genética y descubrir la realidad de sus orígenes sociales.

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Hizo la primera búsqueda cuando decidió ayudar a su padre, José Ignacio Muñoz Rodríguez, a buscar a su hermano, José Simón Muñoz Rodríguez. En la adolescencia de ambos murieron los padres, los chicos vendieron la hacienda familiar, repartieron el dinero y tomaron rumbos distintos. El padre de Alejandro Muñoz se hizo policía para tratar de encontrar a su hermano y luego Alejandro Muñoz optó por el periodismo para contribuir en la tortuosa pesquisa que marcó su infancia y apenas en el año 2004 obtuvo resultados preliminares. El tío José Simón, en ese momento de ochenta y cuatro años, fue localizado en una hacienda de colonización del sur del país, en lo profundo de la selva amazónica, donde críaba ganado de carne y no pudo salir al reencuentro. Estaba encerrado por dos frentes de la guerrilla, uno de los paramilitares y otro del Ejército Nacional; todos combatían entre sí alrededor de su hacienda. Alejandro logró hablar con su tío a través de un radio-teléfono y esperó una avioneta que nunca llegó para ir a recogerlo debido a que la guerra nunca dio respiro para entrar. El padre y tío ya murieron.

De acuerdo con los análisis de las cartas recibidas por FPR, la mayor parte de los colombianos separados de sus familias biológicas comenzaron a rodar por el mundo en la primera infancia, cuando sus familias huían de las diversas oleadas de violencia que han azotado a Colombia durante casi todo el siglo pasado y lo que va corriendo del presente.  Otro grupo notable personas separadas de sus padres en la niñez para huir de la violencia familia y cayeron en manos de explotadores de los que algunas veces pudieron escapar. Abundan los casos de niños que aun en etapa de lactancia fueron robados por uno de sus padres, tíos abuelos o desconocidos que los escondieron, les dieron los apellidos de falsos padres o los vendieron a redes de comerciantes de niños que los adquieren para entregarlos en adopción a parejas extranjeras o a bandas que los usan para la prostitución o la mendicidad.

Cuando William Ramírez tenía dos años, su madre se fue a vivir con un hombre que le dio el apellido. Primero lo llevaron de Bogotá a Valledupar y luego regresaron. Hoy sabe que él es en realidad Elkin Saíd Uribe. Contactó a FPR para que le ayudara a localizar a su padre, José Elkin Uribe Saavedra, de quien apenas se sabía que se era un obrero especializado en reparar motores de camión. William era maestro de gimnasia, estaba casado, tenía dos hijos y creía que si llegara a encontrar a su padre podría ser rechazado, pero empeñó en dar con él. Soy testigo de la manera como Muñoz Garzón lo localizó en pocos días y los unió en un encuentro solemne e íntimo, marcado por el silencio, la exaltación y la pena.

FPR, presidida por Alejandro Muñoz, funciona ahora desde Fort Lauderdale –donde vive ahora Alejandro con su esposa, Miliri– y Bogotá. Solamente tiene doce personas vinculadas a las búsquedas y a asistir psicológica y espiritualmente los reencuentros que, desde hace unos años, se han extendido por América Latina.

Alejandro Muñoz, a mi modo de ver, tiene el mayor grado posible de bondad y excelencia humanitarias para ser Premio Nobel de la Paz algún día. Articula sus investigaciones con un computador simple, un teléfono celular y una memoria prodigiosa. Guarda en carpetas de archivo, en Bogotá, cerca de cuatro millones de cartas.

El análisis de la información recaudada por FPR muestra que un gran grupo de padres desconocidos corresponde a militares, policías, guerrilleros y paramilitares que dejan sus rastros genéticos, muchas veces por medio de violaciones carnales, en medio de las andanzas y los retumbos de la guerra civil.

Alejandro reparte los días de la semana para atender a los que llama “pacientes” que buscan a la parentela perdida. Un martes cualquiera mientras me atendía, le informó a una cocinera que su bebé, robado veintitrés años atrás, acababa de ser situado en Holanda y a un muchacho de Cali le reveló por teléfono que su madre, de la que fue separado 18 años atrás, estaba en Atlanta, Georgia, y se preparaba para viajar a verlo por intermedio de FPR.

Por las mañanas navega entre archivos del Registro Civil, el Seguro Social, Migración, la Policía Nacional, la Fiscalía y su propio banco de datos, basado en los millones de cartas recibidas. Muchas veces, un caso complejo puede resolverlo en dos días o en un segundo, solo con cruzar datos propios. Cuando lo entrevisté, Alejandro dijo que quería mantener el ritmo de doce hallazgos semanales, tratar de comprar una casa para instalar la fundación y poder hacer sobre suelo propio los reencuentros, a los que les otorga una trascendencia misteriosa, llena de razones ocultas. Llora y palidece al tiempo que sus “pacientes” y sus familias porque “todo reencuentro es un milagro hermano”, exclama.

El caso más difícil

Eric Blaustein’s, de veintiséis años de edad, llamó por teléfono a las FPR desde Filadelfia para pedir que le ayudaran a buscar en Colombia a su madre biológica y de esa manera ponerle fin a la ansiedad con la que vivía por desconocer la primera parte de la historia de su propia vida. Su madre adoptiva apenas pudo darle una pista: un esparadrapo que le desprendió de una muñeca cuando se lo entregaron en Bogotá con pocas horas de nacido. El vendaje, con un nombre femenino escrito a mano, no le fue quitado al bebé cuando lo entregaron. Su nueva madre se lo retiró con cuidado y lo puso en el álbum de recuerdos de su hijo. Con esa sola pieza, en el que considera su caso más difícil, Alejandro Muñoz supo que Eric había nacido en el pueblo de Pacho, cerca de Bogotá, y estableció que la madre biológica era una mujer con retardo mental, consecuencia de una meningitis desatendida. El bebé le fue quitado apenas dio a luz y entregado a los adoptantes que, sin conocer el origen, lo recibieron y educaron con dedicación. Eric viajó a Bogotá para reencontrarse con su madre y su familia biológica radicada en el barrio Tunjuelito.

Medio siglo después

Un hombre de sesenta años fue desprendido de su madre medio siglo atrás por las aguas desbordadas de un río del sur del país. El niño salió a flote en una orilla y tiempo después oyó decir que su madre también había logrado salvarse.

El hombre amasó una fortuna en la ganadería y al aumentar sus caudales se preocupó por guardar una parte para dárselo a su madre cuando apareciera, pero las posibilidades de encontrarla cada vez eran menores. Sin embargo, Alejandro tomó el caso, la halló en Cali, donde vivía vendiendo en una habitación de inquilinato y estaba jubilada con una mínima mensualidad de sirvienta doméstica. Fue llevada en avión privado hasta la hacienda principal de su único hijo. Allí tenía una casa que él le había construido y en ese lugar se festejó el reencuentro con cuatro días de fiesta durante los cuales el hacendado repartió la carne de cincuenta reses entre los vecinos y 60 días después el hombre murió de un infarto.

Su hijo abandonado se hizo sacerdote

Una muchacha de dieciséis años se preparaba para casarse en los Llanos Orientales de Colombia, donde vivía el novio con sus padres en inmensas extensiones de tierra de su propiedad. La muchacha, sin embargo, quedó embarazada de otro hombre y la familia consiguió mandarla al centro del país al lado de una tía paterna para que terminara el embarazo y diera a luz sin que el prometido lo notara. La parienta le indujo el alumbramiento con la ayuda de una partera y metieron al feto de siete meses entre una lata porque creyeron que había nacido muerto, pero lloró de súbito y la tía decidió adoptarlo.

Treinta y ocho años después, la madre contactó a FPR para intentar obtener noticias de su hijo y le llegaron pronto. En la ceremonia de reencuentro sufrió una crisis nerviosa cuando al salón, adornado con flores y globos de fiesta, entró un sacerdote quien solamente hasta ese día supo cuál era su origen real.

Una hoja de vijao

El soldado profesional Dúber Sánchez Daza arrancó en la selva una inmensa hoja de vijao, apropiada para envolver tamales de maíz, consiguió un lapicero y entre una trinchera, en las selvas de Caquetá, escribió una carta a FPR en la que se pedía ayuda para reencontrar a su madre y a sus hermanos. Recordaba entre nieblas que fue abandonado en un basurero por el esposo de su madre. La carta fue llevada por otro recluta que obtuvo licencia para salir en helicóptero del puesto de combate en donde estaba con Dúber. En la nota revelaba que su nombre había sido inventado por él  mismo. Alejandro rastreó cada uno de los datos que el soldado expuso en la vasta hoja de árbol y tiempo después lo buscó, a través del comando del Ejército, con el objeto de anunciarle que la familia estaba lista para el reencuentro al que asistió con su uniforme de parada.

Algo que no deja de sorprendrme de Alejandro es la coincidencia misteriosa de su vida con su vocación: por ejemplo, su esposa, Miliri –su primer amor, a quien no dejó nunca de retener en la memoria y el afecto–, hace poco reapareció en su vida en la misma forma como él reencuentra a tantas almas separadas y diseminadas por el mundo que se buscan entre ellas y se extrañan.

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