El españolismo catalán

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En una de sus obras, “El Gran Fraude”, el pensador y escritor vasco y español, Fernando Savater, sostenía que los debates sobre el nacionalismo dentro de su país presentan la siguiente paradoja: si la demanda era de una de sus comunidades autónomas, sonaría siempre soberana, impugnadora, progresista y legítima. Pero si la causa debía atender los intereses de España como un concepto totalizador, tenderán a ser vistas irremediablemente como una expresión moribunda de franquismo y como un rasgo decadente y autoritario.

La tensión y equidistancia de las comunidades autónomas que conforman los pueblos de España integra uno de los nudos eternos del debate político en este país. La política española vive un dilema crónico en torno al marco en el cual deberá regirse la relación entre Madrid y el resto de sus entornos regionales.   Este malestar se respira con particular elocuencia dentro de Cataluña y el País Vasco, dos de las Comunidades más desarrolladas.

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La concreción de los Pactos de la Moncloa, en los albores de la democracia española, otorgó a las regiones ibéricas un marco muy amplio para que éstas se desarrollaran como sujetos políticos. Dentro de esa atmósfera, el nacionalismo catalán y el vasco, saliendo de las catacumbas de la dictadura, encontraron oxígeno suficiente para asumir funciones de gobierno y controlar aspectos básicos del desarrollo de su población.

La promesa de la democracia, luego de décadas de tiranía franquista, junto a un margen de autogobierno que en principio lucía inobjetable, trajo consigo, como contrapartida, una compensación como cláusula en favor de la unidad nacional española, aceptada en principio por los nacionalistas en aquel acuerdo gestado en 1978: la imposibilidad de gestionar consultas nacionales sobre temas separatistas. Este veto se ha convertido en uno de los fetiches más sagrados del mundo conservador español, celoso de la unidad del país. Era una ofrenda que hacían las autoridades a la paz, con el objeto de ganar equilibrios y alejar los fantasmas de la discordia y la violencia. 

Luego de décadas de tensiones administradas, las amarras se han totalmente soltado de nuevo, en el caso catalán, recién ahora, hace unos 5 años, en el tiempo de la crisis económica y el cuestionamiento del actual modelo autonómico de España. El anterior “President” de la Generalitat, Artur Mas, decidió rebasar el listón de su predecesor, el eterno Jordi Pujol, para plantearle a Madrid una auténtica pugna jurídica, de diferentes capítulos, con el objeto de gestar una nación catalana independiente a partir de una consulta popular.

La tesis que plantea el independentismo catalán, tan asiduo a las rechiflas al Himno Nacional Español en los partidos de fútbol, basculaba sobre una idea básica, a primera vista muy razonable: la del derecho a decidir. Revisar el tabú constitucional en torno a la imposibilidad de una consulta de esta naturaleza y dirimir el problema ejerciendo la democracia. Probablemente el único derecho importante expresamente vetado en la Constitución Española del 78, con el objeto de superar los traumas de la Guerra Civil.

La concreción del histórico acuerdo entre Convergencia Democrática, la derecha liberal en el gobierno local, y Esquerra Republicana Catalana, aún con las diferencias ideológicas, le otorgó un impulso inusitado al independentismo catalán como proyecto, que ha encontrado eco en amplísimos sectores de la población y que ha provocado alarmas en España y en Europa.

El “President” actual de la Generalitat de Cataluña, Carles Puigdemont, electo en 2016, ha decidido continuar los pasos del controvertido Mas: presionar para obtener respaldo político del “Parlament” –el legislativo catalán- , en el cual tiene mayoría, y ejecutar la consulta independentista a todo evento, en el último trimestre de este año, aún cuando en Madrid se opongan y una parte de los catalanes no lo apruebe.

El torbellino catalán se había desatado en el mismo momento en el cual se agrietaban las bases del bipartidismo español, y emergían nuevas figuras, cuestionadoras del propio modelo de estado en vigencia, como la formación izquierdista Podemos.

El fervor independentista catalán, que es inobjetable, y cuyas raíces conforman todo un perfil cultural y emotivo, encuentra sus límites, sin embargo, dentro de los confines de su propio ámbito: aquel amplio contingente de catalanes que, haciendo menos ruido, quiere permanecer dentro de España.    El “españolismo”: esa postura que, si bien en apariencia no parece tan aceptada, con sus matices confederales y sus cuestionamientos específicos, parece integrar una paradójica mayoría silenciosa, no muy destacada por la prensa, fragmentada, y no muy bien mercadeada, dentro de Cataluña. No tiene nada de particular: en su momento, también en Perú, Chile,  Venezuela y México existieron criollos y ciudadanos locales que formaron parte de movimientos ferozmente opuestos a la independencia de España.

Coaligados bajo el mutuo paraguas del proyecto de la Independencia, Convergencia y Esquerra Republicana suelen contar con una pequeña diferencia sobre los partidos españolistas dentro del Parlament catalán.

Contrariamente a lo que suele creerse, los sondeos de opinión le otorgan una ventaja pequeña pero consistente a las opiniones tendentes a mantener a Cataluña en el marco del Estado Español. Identificados de manera clara con el marco español de la Constitución existen dos partidos en Cataluña: El Partido Popular, una fuerza tradicionalmente modesta en esta región, y Ciudadanos, partido de reciente data, que ya ha conquista una torta clara del arco nacional de España, y que irrumpió en Barcelona formalizando sin rubores su causa con la Unidad Española.

El Partido Socialista de Cataluña, y Podemos Cataluña, junto a otras formaciones catalanistas menores que aspiran a un estatus confederalizado dentro de España, integran un nicho dentro del cual el españolismo terminaría obteniendo una invariable ventaja frente a la Independencia dentro de un hipotético Referéndum de carácter vinculante sobre la Independencia de Cataluña.

Es una mayoría que parece dispuesta a revisar las condiciones y presencia de Cataluña dentro de España, para inscribirlas en un ámbito de  aún mayor autonomía, pero sin dejar de formar parte del país, ni quebrantar su unidad nacional. Esta voluntad, en este momento, se está dando de frente con el veto constitucional en torno a consultas de esta naturaleza vigente en la Constitución Española que alude con tanta pasión y terquedad el Presidente de Gobierno, Mariano Rajoy.

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