¿El exdirector del FBI sabía demasiado?

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Los mafiosos de la vida real y los de la literatura negra suelen justificar con la misma explicación –como única razón convincente– ciertos asesinatos cometidos por ellos mismos: “sabía demasiado”. Y el sueño actual de los periodistas más acuciosos en los Estados Unidos está concentrado en averiguar si el despido del director del FBI James Comey obedeció, igualmente, a ese tipo de motivación gansteril por parte del residente Donald Trump. En un trino, antes de hacer público el despido, el presidente advirtió, en un lenguaje más propio de Al Capone: «Será mejor para Comey que no haya grabaciones de nuestras conversaciones antes de que las empiece a filtrar a la prensa». Este aviso amenazante despertó con avidez en todo el país la curiosidad por encontrar los registros de las conversaciones entre Trump y Coney. De entrada, la organización de hackers conocida como WikiLeaks ya ofrece una gratificación de US$ 100.000 para quien se los entregue.

         ¿Qué pueden contener las grabaciones que han alcanzado de entrada ese precio de base? Sin la menor duda, deben referirse a lo que Trump y Coney hablaron acerca de la investigación que el FBI lleva sobre los nexos que existieron entre la campaña del actual presidente y la inteligencia rusa para manipular los resultados de la última elección presidencial, en la que perdió la favorita Hillary Clinton.

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         Debe existir una grabación de la reunión privada, de enero pasado, en la que –según informó The New York Times– Trump le pidió a Coney jurarle lealtad, pero este último se negó y, en cambio, le ofreció su honestidad. Este pedido no puede entenderse como el de un simple jefe a su subalterno en un gobierno latinoamericano o en una empresa privada. El FBI –Buró Federal de Investigaciones–, es el principal brazo investigativo del Departamento de Justicia de los Estados Unidos para combatir el crimen y su director debe gozar de plena autonomía durante los 10 años para los que es designado en el cargo. No le debe lealtad más que al rigor y la pulcritud con las que le corresponde hacer su trabajo.

El intento por tomar control del jefe del FBI respecto de las pesquisas sobre la intromisión rusa –en la que Trump y su campaña están señalados como posibles cómplices– puede constituir el delito de obstrucción a la justica y ser causal suficiente para un “impeachment” (acusación judicial) en un juicio que termine sacándolo de la Casa Blanca.

         El episodio de Coney y las circunstancias oscuras que lo envuelven han despertado el enfado vehemente y creciente no solo de los demócratas sino también entre los propios republicanos –el bando político de Trump–, caracterizados defensores a todo trance de las agencias de inteligencia estadounidenses. “El presidente Trump es peligroso”, sentenció el senador republicano Richard Durbin. De su lado, el también senador republicano John McCain se declaró “preocupado” por el despido y pidió una investigación al respecto que incluya claridad sobre si Trump ha grabado secretamente a otros funcionarios y qué sabía exactamente de la investigación del FBI sobre Rusia y las elecciones cuando botó a su director.

          El descrédito en el que ha caído el destemplado y violento multimillonario Donald Trump, agravado por el hecho de que su familia y sus empresas se están valiendo de recursos públicos para hacer negocios particulares alrededor del mundo, hacen aumentar la cantidad de veces en que cada día los estadounidenses se preguntan cuánto tiempo falta para que el presidente sea destituido o forzado a renunciar.

         Trump –tiburón sin piedad en los negocios, que ignora el funcionamiento, la historia, la esencia y las características de los poderes y contrapoderes de la administración pública y la democracia– escasamente goza de autonomía relativamente plena para usar el poderío militar de su país en el extranjero y ha encontrado ahí la manera fácil de tapar temporalmente sus propias vergüenzas con el viejo truco de lanzar ataques –la mayor parte de las veces desproporcionados, inútiles pero siempre provocadores– como “la madre de todas las bombas” que soltó sobre Afganistán o la confrontación nuclear que está buscando tener contra la tiranía irresponsable de Corea del Norte, con lo cual podría incendiar el Asia y darle paso a una guerra mundial. Sería un precio muy alto para ocultar o congelar las razones que, de todas maneras, creo, llevarán a Trump a dejar la presidencia con indignidad.

Por ahora, Trump está dedicado a maniobrar en forma obsesiva para evitar que Coney hable con la prensa o que le pase por debajo de la mesa informaciones con las que, como si fueran “la madre de todas las bombas”, puede lograr que su permanencia en la Casa Blanca se convierta en un caldero infernal para el multimillonario de la quieta cabellera, rubicunda y abultada.

La vida política de los Estados Unidos comienza a entrabarse y a girar alrededor del escándalo del despido del director del FBI, la investigación que Trump intentó manipular y la intromisión rusa sobre las elecciones: la expresión democrática más enaltecedora y confiable de los estadounidenses.

La vida de este país vuelve a concentrase en las claves de unas grabaciones desconocidas y el ambiente se calienta, como en los años 70, por cuenta de otras grabaciones y el robo de documentos en el complejo de oficinas Watergate, de Washington D. C., donde estaba la sede del Comité Nacional del Partido Demócrata de Estados Unidos. El gobierno de Richard Nixon encubrió a los responsables y le opuso resistencia a una investigación del Congreso Nacional; sobrevino una honda crisis institucional y el Presidente se cayó como una gigantesca roca por un abismo. Fue una historia sobre la que hoy apenas haría falta cambiar las fechas y los nombres de los protagonistas porque el final, creo yo, es el mismo.

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