Los cargos planteados, y la sentencia judicial en contra de Luis Ignacio Lula Da Silva le han propinado un golpe neto, acaso podría decirse que definitivo, a uno de los movimientos políticos más populares y de más acreditados de la izquierda democrática en el tiempo reciente en todo el mundo.
Son escándalos que se desarrollan precedidos del éxito económico, y que, de forma correlativa, como sucede en el Perú con la historia de Ollanta Humala, retratan, al menos, la existencia de un poder judicial lo suficientemente autónomo y en su lugar como para sentar a un poderoso a explicar su proceder.
La historia de Lula corre medianamente aparejada del episodio que produjo la salida del poder de su compañera Dilma Rouseff, y retrata, de manera más amplia, el enorme caos administrativo y el bache de credibilidad que surca el movimiento de ambos, el Partido de los Trabajadores, que permaneció más de diez años en el poder y que hoy luce metido en una interminable secuencia de escándalos que han metido a ese país en el halo de la incertidumbre, probablemente la más grave desde que Fernando Collor de Mello fuera expulsado de la Presidencia, hace más de 25 años atrás
Correspondió a Fernando Henrique Cardoso, antes de la llegada de Lula, el mérito histórico de haber equilibrado las cuentas internas; haber conjurado la inflación y retomado la senda del crecimiento económico y el bienestar en este país.
Pudo Lula, sin embargo, desarrollar un astuto proyecto reformista; tener una visión estratégica, con la inteligencia y la flexibilidad suficientes para ofrecer programas sociales inclusivos y de amplio espectro sin arruinar la economía con decisiones disparatadas. Lula se había convertido, para muchos, en el símbolo de lo que debía ser un dirigente obrero. Su gobierno gravitó con astucia en los escenarios internacionales; Brasil se proyectó como una de las potencias emergentes del globo, y consolidó importantes alianzas, tanto en los rincones más exclusivos de Europa como en los dominios del Africa Portuguesa.
Los escándalos que están licuando la credibilidad de Lula Da Silva tienen como telón de fondo la extravagante secuencia de sobornos que llevó adelante Odebrecht, uno de los gigantes de la economía de este país. Las coimas de esta corporación no forman parte del acta de acusación en contra del ex presidente, pero queda claro que los múltiples desafueros adelantados en este tiempo, el tiempo de su gobierno, delatan la existencia de una estructura cómplice, que termina haciendo ecos en el Palacio de Planalto, y que compromete moralmente a muchas personas, incluyéndolo a él mismo.
Si vamos a sentarnos a contabilizar los pecados de Lula, habría que inventariar, también, su actitud permisiva y su doble moral frente a los desafueros de sus colegas en América Latina, los excesos de gobiernos impresentables, como los de Venezuela y Cuba, que en todo momento contaron con el cínico aporte, el tráfico de matrices, la asesoría y el amparo repugnante de dirigentes brasileros enviados por el gobierno de Lula en funciones consulares en Caracas.
La tragedia histórica que cursa un país como Venezuela cuenta, de alguna forma, con el hipócrita soporte de Lula Da Silva y sus correrías para mantener en pie al chavismo. Lula nunca tuvo arrestos morales para denunciar la existencia de una dictadura en países con los cuales ha maniobrado en abierta complicidad, donde se amarraron acuerdos y negocios que llenaron las alforjas personales de muchos colaboradores y amigos.
La crisis de Lula concreta un enorme desengaño y abona en la crisis mundial del progresismo socialdemócrata actual. No deja de ser una gran lástima. Lo que le sucede a Lula habla mucho de las taras culturales de la izquierda democrática latinoamericana; su falta de autonomía conceptual; la proyección de un complejo de carácter eterno frente a los imperativos castristas.