El Yipao sigue vivo a espaldas del tiempo y de la historia

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El campero original Jeep Willys –la cajita de latón de cuatro ruedas y doble tracción de los años 40 a la que se le atribuye, en parte, la victoria aliada en la II Guerra Mundial–, salvo escasas excepciones, en Estados Unidos, su tierra natal, ya no se ve más que en monumentos memorables y museos. Su recuerdo quedó asociado para siempre a la imagen del general Dwight David Eisenhower, vestido de fatiga, a bordo de uno de estos vehículos durante misiones de reconocimiento en las zonas de Europa devastadas por las fuerzas de Hitler. No obstante, el mundo ignora que millares de estos artefactos, que encierran en sí abundantes prodigios mecánicos, todos los días ponen por obra hazañas en las montañas de las regiones cafeteras de Colombia, empujados por los mismos motores de cuatro pistones que ayudaron a la División Leclerc a liberar a París en 1944. El primero de estos que entró a la ciudad transportaba al capitán Dronne, de la Novena División Blindada, y recibió, como un héroe, la bienvenida de las muchedumbres salvadas del nazismo que se agolparon en las calles.

Estos carritos, fuertes como las mulas a las que han sustituido parcialmente, son conocidos como Yipaos y llegaron a ser imprescindibles para la economía colombiana como transportadores de sacos de café, fertilizantes y pasajeros a lo largo de caminos de montaña colmados de vueltas y rodeos que otros vehículos no pueden remontar con la misma agilidad.

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         Los pequeños cultivadores de café veneran con extremo y le rinden culto a estos escuetos carros de campo y guerra. Los primeros de ellos llegaron a sus manos, ya viejos, después de haber servido en las unidades mecanizadas del ejército colombiano. Estos campesinos han llegado a conocer y a amar tanto a sus viejos Jeep Willys que fabrican muchas de sus piezas de repuesto en las mismas fraguas centenarias en las que también continúan forjando las herraduras de las bestias que todavía van en recuas cargando otra parte de las cosechas de café.

La tecnología simple de los Yipao les permite a sus propietarios repararlos en sus casas durante la noche para que en la mañana estén listos a salir a satisfacer las necesidades de los vecindarios rurales por los caminos de las montañas, donde se les ve pasar poseídos de alegría y cargados con bultos, cacharros y canastos –amarrados unos encima de otros– que por lo regular duplican la estatura original del carro y avivan el presentimiento de que está a punto de volcarse sobre el piso.

El Jeep Willys fue ideado por la compañía Bantam, de Pensilvania, y el producto comercial final quedó en manos de Willys-Overland Motors, sin puertas, cinco puestos, parabrisas abatibles y menos de una tonelada de peso. Desde el comienzo poseyó tracción en las cuatro ruedas y por ser ágil, vigoroso y notable por su energía, sirvió para transitar por terrenos pantanosos, helados o rocosos. Su espacio interior fue usado indistintamente como ambulancia y soporte de lanzacohetes y de ametralladoras Browning. También fue aprovechado como remolcador de piezas de artillería, carro de patrullaje de la Guardia Costera de Estados Unidos y en Birmania sirvió de locomotora. El Ejército Británico lo usó en África como carro de carga y el de Francia le empotró ametralladoras antiaéreas para atacar bases y convoyes. El ejército soviético lo imitó con el fracasado campero GAZ y el nazi –basado en el Volkswagen Tipo 1 o escarabajo– con el que llamó “Kübelwagen Tipo 82”. Pero el Jeep Willys fue insuperable y los aliados lo reconocieron como el mejor aporte de Estados Unidos en la Segunda Guerra Mundial.

Fue el punto de partida de un género de vehículos de tracción en las cuatro ruedas y usos múltiples que no deja de crecer con renovadas innovaciones que, año tras año, maravillan al público.

Los ejemplares de los años 40 y 50 que llegaron a Colombia terminaron casi todos ellos desligados de la historia y –congelados en el tiempo– recorren en toda su extensión la cordillera de la región cafetera, adornados con retratos de santos y vírgenes católicos a los que son consagrados para su mejor desenvolvimiento y buena fortuna. Cada uno de estos vehículos soporta el peso simultáneo de una variedad asombrosa de objetos y animales: pollos, camas, colchones, cerdos, cofres de ropa, sillas de montar, cabras, bicicletas, arneses, víveres y herramientas de campo, junto con pasajeros exprimidos en los espacios libres o aferrados por fuera al espinazo de varillas al que se sujeta la carga con cuerdas de fique.

Cuando se t rata de pagar para mover carga en uno de estos carros hay un precio fijo básico, conocido por todos, basado en una medida mixta de peso y volumen, conocida con el mismo nombre del carro: Yipao. Así, un Yipao de plátanos corresponde, más o menos, a 40 o 45 enormes racimos apilados sobre el Jeep. El Yipao de banano oscila entre 35 y 50 racimos; el de naranjas es de unos 25 sacos; el de maíz corresponde a 12 sacos y a 30 sacos pequeños el de carbón.

         El precio de un servicio funerario es el mismo que el de un Yipao de plátanos, salvo que el cofre mortuorio va sobre una cama de flores y el Jeep también lleva, sin costo adicional, a los dolientes sin las fuerzas necesarias para caminar hasta el cementerio. Cada carro lleva entre los utensilios de trabajo un rollo de cinta negra gruesa que es extendida desde las puntas superiores del vidrio delantero hasta el centro de la tapa del motor como señal de duelo que los demás carros y los policías de tránsito reconocen para darle prelación de paso en las carreteras.

Los primeros Jeep llegados a Colombia fueron importados en la década de 1940 por la firma Leonidas Lara e Hijos y Compañía. Debido a que los primeros vehículos fueron adquiridos mayormente por las fuerzas militares, se conocieron como los “MinGuerra” (ministerio de Guerra).

Al cabo de los años, estos vehículos, consumidos por el uso, los desechaban los militares colombianos, se vendían en subastas y terminaban –congelados el tiempo– en la región cafetera, donde siempre valoraron su robusta construcción y con ellos sustituyeron a muchas de las mulas tradicionalmente empleadas para transportar productos agrícolas e implementos a lo largo de caminos que aun hoy pocos carros pueden dominar.

         Las carreteras han mejorado en la provincia cafetera y los descendientes de los primitivos Jeep de los años 40 vienen con tecnología de punta y comodidades aeronáuticas, marcadas con sellos de fabricación como Toyota, Mercedes Benz, Land Rover, Mitsubishi o la misma Jeep. Pero los vetustos y entrañables Yipao siguen siendo imbatibles debido a su combinación única de versatilidad, modestia, fuerza, simplicidad y bajo precio. Dependiendo del estado en el que se encuentran, estos vehículos ahora se venden entre $ 2.500 y $ 30.000 USD.

En las plazas de los pueblos, los propietarios de los Yipao que se estacionan a esperar la llegada de los clientes conocen los orígenes, las hazañas y las desventuras de cada carro y se refieren a ellos como si evocaran a personas que a lo largo de la vida dejaron una obra concreta y su propio rastro en la región. Hablan de los desaparecidos con la melancolía de sentirlos ausentes y la sospecha de que fueron robados y llevados a otras zonas del país. O de los más viejos, algunos de los cuales cambiaron de dueños y de pueblos durante décadas hasta cuando sucumbieron –por borracheras o fallas en los frenos– en las profundidades de los precipicios, pero sus pedazos fueron rescatados y sirvieron para serles implantados y darles nueva vida a otros Yipao que continúan saltando sobrecargados sobre las charcas y las piedras de los caminos.

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