Elecciones y populismo sin fronteras

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    La cómoda práctica de decirle a los electores lo que quieren escuchar en tiempo de campaña comienza a pasar su factura a los políticos de Latinoamérica y otras latitudes. Se ha aceptado como válida la creación de fantasías electorales que elevan las expectativas y hacen crecer el entusiasmo, pero que a la hora del ejercicio del poder, se han convertido en un peligroso factor de desencanto y rechazo a los candidatos ejerciendo el poder. Es decir, lo que comienza siendo un ejercicio primigenio de democracia, se convierte en una desgastante mentira política.

    No es feudo solo de izquierdas o derechas. Ante la distorsión del discurso político y con la práctica desfigurada del asistencialismo social, candidatos de toda tendencia ideológica han optado por ofrecer y, peor aún, ejecutar medidas de gobierno ya en el poder, que tienen consecuencias incalculablemente dolorosas para naciones y ciudadanos.

    Nada más frustrante que ver cómo el encendido recuso de entusiasmar a los votantes se convierte en oleadas de corrupción, incapacidad y mala intención a la hora de gestionar el poder. Nada peor que encontrar liderazgos comprados con migajas pero que producen verdaderas fortunas a gobernantes.

    El factor común del populismo es que agota a las naciones. Prometer tanto y usar el hambre como vehículo para obtener poderes ilimitados se ha convertido en una letal práctica propagandística cuyas consecuencias se trasladan directamente al desencanto y pérdida de gobernabilidad. El hecho que los populistas le digan al oído lo que los electores quieren escuchar durante la campaña y luego no puedan cumplir con la promesa solo desgasta la opción democrática porque entonces se convierte en realidad el cada vez más escuchado refrán de que lamentablemente, la democracia no se come ni da resultado alguno, más allá de los políticos que se convierten en nuevos ricos.

    La falta de una lógica política que anteponga los intereses de los pueblos por encima de cualquier agenda partidaria o ideológica, no digamos personal, es una de las grandes carencias del “poder del pueblo” de nuestra era.

    ¿De quien es la responsabilidad de este agotamiento de la democracia a manos del populismo?

    La respuesta es simple: de la ignorancia de los electores. Lo políticos pueden decir lo que quieran pero son los pueblos los llamados a defender sus derechos mediante un voto pensado, conscientemente, siendo capaces de discernir lo posible de lo enunciable. Este ejercicio, claro está, necesita de un andamiaje informativo y crítico que debe ser ejercido dentro de un marco del interés nacional más fuerte que lo sectario. Este privilegio solo puede ser desarrollado cuando las sociedades y las comunidades políticas entiendan que están llevando el sistema político y electoral al punto de agotamiento.

    La democracia debe demostrar que en verdad funciona y que quienes ejercen el poder derivado del voto ciudadano saben cómo ejercer el poder en beneficio de las mayorías. Caso contrario, la civilización política como la conocemos hasta ahora está en período de extinción y se expone al retorno al autoritarismo del pasado, en el cual lo que contaba y se hacía notorio, era la capacidad de producir resultados.

    Yo no quiero ese regreso al pasado, pero temo que sin intención por corregir el rumbo actual, hay muy poco por hacer y el retroceso será inevitable.

    Pensémoslo, hasta la próxima