Fidel Castro, el tirano de izquierda

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Desde cierto punto de vista, en términos históricos, la irrupción e influencia de Fidel Castro terminó siendo la consecuencia postrera, la venganza ejecutada en frío a la famosa “enmienda Platt”: aquella cláusula incrustada en la Constitución de la Cuba recién independizada de comienzos de siglo XX, que facultaba a los Estados Unidos a intervenir en el país para restaurar el orden constitucional y defender sus intereses cada vez que fuese necesario. 

Cuba, Puerto Rico, Filipinas y Guam terminaban siendo parte del botín de la guerra hispanoamericana de 1898, que marcó el fin del domino de los españoles en este lado del mundo, y abrió las compuertas al asentamiento del poderío geopolítico estadounidense. Los años que se acercaban, que serían los de Castro, eran los años del “imperialismo”.

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El audaz desafío castrista a la hegemonía estadounidense, que recordaba a muchos el combate entre David y Goliat, se apropió de parte de la zona emocional de muchos sectores políticos e intelectuales latinoamericanos y europeos.  En su obra “Del buen salvaje al buen revolucionario”, el intelectual venezolano Carlos Rangel lo asienta con todas sus letras.   Las ejecutorias de Castro durante todas éstas décadas eran vistas con abierta simpatía, o cordial neutralidad, por muchas personas, en la misma medida en que eran apreciadas como el atrevimiento de un sujeto zarpado y carismático, que con su actitud temeraria y su verbo desafiante le colocaban un interesante coto a la arrogancia estadounidense en el pináculo de su poderío. El orgullo latinoamericano, tan maltratado en los años de la Guerra Fría, quedaba formal y parcialmente reivindicado con aquel perturbador liderazgo a 150 kilómetros de las costas de Florida. 

Los fuegos de artificio en torno a las naciones, las banderas y sus colores, impidieron a muchos, durante una cantidad de tiempo demasiado larga, hacer una interpretación algo más literal y fidedigna, más consecuente y continua, en torno a los verdaderos valores de Fidel Castro, sus intenciones más hondas,  su capacidad para el engaño, su megalomanía, sus procedimientos, su brutalidad y su obsesión por el mando.

La confusión en torno a la verdadera dimensión de la tiranía cubana guarda, por supuesto, una relación directa con los indudables atributos personales de Fidel Castro. De acuerdo a la visión más convencional, los tiranos son sujetos mal encarados y hoscos, irritables y distantes, que se colocan anteojos negros y no son muy amigos de la prensa. Castro era un sujeto ilustrado, dotado de una memoria asombrosa, que se podía meter en el bolsillo a un pelotón de periodistas occidentales, intercambiando anécdotas, tocándoles el hombro, haciendo, él a ellos, todas las preguntas posibles sobre la vida que llevan en sus países.  Le gustaba hablar de la niñez, de la salud, exhibir sus cifras, hacer reflexiones humanísticas. Fidel Castro lucía cercano aún con su uniforme militar. Buena parte de la izquierda ilustrada que siempre despreció a los militares, porque imaginaba en ellos a Jorge Rafael Videla o a Augusto Pinochet, olvidaba que Fidel Castro era, también, todo un militar, ataviado de uniforme verde oliva. Un militar que, además, militarizó de forma muy eficiente a su país.

Castro le impuso a los cubanos, sin consultarles, una sociedad unidimensional en torno a su partido: con todas las privaciones, las prohibiciones y vedas, las aventuras fallidas, los esfuerzos colectivos perdidos y las frustración general de tres generaciones de personas, todavía puede uno oír cubanos capaces de consagrarle un pequeño matiz indulgente a “Fidel”. Aunque ya nadie sea fidelista. 

Incluso personas ilustradas de esta era, aplaudidas, tenidas por nobles, son perfectamente capaces de exhibir nuevas evidencias de estrabismo político, reconociendo la existencia de dictadores como Franco, Pinochet y Fujimori, pero matizando el juicio a Castro, prefiriendo ponderar su liderazgo, reconociendo fallas, pero limitándose a señalar que la existencia de la Revolución Cubana obedece a realidades concretas, sobre las cuales no es mucho lo que se pudo decidir. Ensalzando, finalmente, “el coraje del pueblo cubano”, por resistir durante 50 años aquello que Castro les ha impuesto sin siquiera consultarles. Porque el líder Castro jamás sometió su liderazgo a la universal prueba del voto universal, directo y secreto.

“El último teólogo de la política que queda vivo”, lo llamó Enrique Krauze. Ya que se trata de “uno de los hombres más sobresalientes del siglo XX”, podemos concluir sin apuros que Fidel Castro encarna el arquetipo del dictador de la izquierda.  Sus reflexiones sobre el destino de la humanidad y su interés por la mortalidad infantil no lo salvan de ser la encarnación más precisa del César autocrático. 50 años gobernando, concentrando todos los cargos, sin consultar, sin delegar, sin compartir el poder. 50 años de prohibiciones, privaciones y atropellos. 50 años de represión.  50 años impuestos a tres generaciones de cubanos. 

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