Guerra entre dos locos

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Es probable que ninguna forma de vida amanezca mañana en la Tierra. Su existencia depende hoy –o al menos así parece– de los niveles de cólera que alcance a producir la bilis de dos locos imprevisibles, carentes de obligaciones morales y cargados hasta los dientes de bombas atómicas. Uno es Donald Trump, un mercachifle redomado, matón e inescrupuloso, encaramado en la Casa Blanca desde enero pasado, y el otro Kim Jong-un, tercero de una dinastía de matarifes que sojuzga con hambre, garrote y fusilamientos a Corea del Norte desde 1948.

Produce decaimiento del ánimo comprobar que el Presidente de Estados Unidos de América –la nación más poderosa de la Tierra– está intercambiándose –con lenguaje de rufián– ramplonas ofensas y faltas de respeto con el sátrapa que maneja por herencia de su abuelo y su padre la

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República Popular Democrática de Corea, mejor conocida como Corea del Norte, en donde en 1998 murieron de hambre 220 mil personas, de acuerdo con cifras oficiales, mientras organizaciones humanitarias hablan de hasta seis millones de almas.

Trump, quien carece de credo político alguno y de principios morales que podrían ordenar y ayudar a predecir el sentido de sus arrebatos, en la última Asamblea General de Naciones Unidas anunció su propósito de “destruir totalmente” a Corea del Norte para ponerle fin a los ensayos y las amenazas nucleares que viene lanzando el tirano Kin Jong-un, a quien ahora llama “hombre cohete”.

Se puso de igual a igual –“de boca a boca”, como decimos en Colombia– con el tirano que ordena fusilamientos a diario, entre los que figuran un tío suyo y varios de los generales más reconocidos de la dictadura. Trump se puso a la altura del peor déspota del mundo actual y en la misma asamblea de la ONU el canciller de este, Ri Jong Ho, anunció que las bombas atómicas de su régimen llegarán a Estados Unidos (“la visita de nuestros cohetes será inevitable”, aseguró) y advirtió: “En el caso de que se pierdan vidas en Estados Unidos será por su culpa, por culpa de esa misión suicida de Trump”, a quien llamó “rey mentiroso y “comandante malvado”.

Como si todo esto no fuera suficiente para que Washington –como lo enseña su propia tradición– adopte posturas diplomáticas y piense las desavenencias con atención y detenimiento para formarse una opinión previa a cualquier decisión, Trump mandó enseguida una flota de bombarderos a volar en el borde del espacio aéreo de Corea del Norte con el objeto de mostrar una mínima parte del formidable poder militar que está enteramente a las órdenes de sus secreciones biliares.

Cada uno de los dos locos (Trump y Kim Jong-un) alardean con sus fuerzas devastadoras y tienen los dedos índices de sus manos derechas al pie de los respectivos botones nucleares que solamente deben oprimir cuando se les venga en gana, sin necesidad de obtener permisos ni segundas opiniones de nadie.

La suerte de la vida en la Tierra está a expensas de ese par de orates impredecibles, ignorantes e inmorales.

Nadie sabe si Kim Jong-un llegue a contener su capacidad homicida movido por el recóndito temor de ser sitiado, herido y muerto en plena calle, como Moamar Gadafi; ahorcado por encapuchados con la misma soga que él usó para eliminar a muchos de sus contradictores, como Sadam Hussein, o cazado sobre un tejado, como Pablo Escobar.

Tampoco hay certeza sobre si Trump en algún momento preferirá usar la razón y oír a consejeros expertos –a los que abomina–, antes de llevar las diferencias con Corea del Norte a un desastre dentro de su propio territorio mil veces peor que el de los atentados terroristas contra las Torres Gemelas de Nueva York.

La mala noticia es que Trump carece de freno y de límites, a juzgar por lo que –aparte de sus insultos al carnicero coreano–  acaba de hacer: el pasado viernes en la noche, públicamente llamó “hijo de puta” a Colin Kaepernick, ex jugador negro de los 49ers, equipo de fútbol americano de San Francisco (California) en la liga nacional. Desde el año pasado, este deportista suele ponerse de rodillas en los estadios cuando suena el himno nacional y se niega a cantarlo. Es su manera de denunciar la brutalidad policial en contra de la gente de raza negra de Estados Unidos. Su actitud, que ha sido imitada por otros jugadores en todo el país, es reconocida en la jurisprudencia federal como parte del derecho constitucional a la libertad de expresión. Así, también, lo ha dicho el expresidente Barak Obama.

El sábado en la mañana, cuando todavía le dolía al país el “putazo” presidencial de la noche anterior a Kaepernick, Trump madrugó a descargar su odio en Twitter contra el jugador negro Dtephen Curry, estrella de los Golden State Warriors y bicampeón de la NBA (liga de baloncesto). Le retiró la invitación oficial que le había hecho para visitar la Casa Blanca. “Acudir a la Casa Blanca se considera un gran honor para un equipo campeón. Stephen Curry está dudando, así que le retiro la invitación”, tuiteó.

Por tradición, los grandes ganadores deportivos son invitados a la Casa Blanca y fue por ello que los Warriors, ganadores como subcampeones nacionales, fueron convocados. Curry, sin embargo, declaró que si hubiera tenido la oportunidad de votar lo hubiera hecho contra la posibilidad de celebrar el triunfo en Washington. Lo siguiente fue la descarga biliar de Trump en Twitter, a lo cual Lebron James –El Rey, igualmente negro–, le respondió, también en Twitter: “Ir a la Casa Blanca era un honor hasta que tú llegaste”.

Si el Presidente de Estados Unidos ni siquiera matiza sus detestables sentimientos racistas de supremacista blanco cuando lanza este tipo de maltratos –que causan repulsión moral– contra ídolos nacionales, no creo que tenga inconveniente alguno en soltar al aire mañana no un trino sino una bomba atómica sobre Corea del Norte para “destruirla totalmente”, con la convicción demencial de que es así –como lo proclama en su eterno y único discurso– que “Estados Unidos estará primero”.

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