Jack London, más vigente que nunca

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“Supo entonces que nunca la había realmente querido. Era una Ruth idealizada la que había amado, una eterna criatura de su propia creación, el espíritu brillante y luminoso de sus poemas de amor. A la Ruth real, con toda su imperfección burguesa y desesperanzadores prejuicios de su clase, nunca la quiso”.

Martin Edén, el asilvestrado marino metamorfoseado en un culto y afanoso escritor por medio de su obsesivo y autodidacta aleccionamiento, llega al culmen de su desencanto cuando, alcanzado inopinadamente el éxito con la publicación de su primer libro, comprende que el amor es ilusorio; que su exprometida Ruth, la misma que le había zaherido, juzgando como delirios infantiles sus esfuerzos literarios, instándole constantemente a buscar un “empleo decente” que recibiera el beneplácito de su acomodada familia, y trocada ahora en una  llamarada de devoción incondicional ávida por desposarle, es un miembro más de esa  caterva farisea que ofrece indecentemente admiración y reverencia a quien no hace mucho consideraba un indeseable despojo.

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Desde la madurez de sus treinta y un agitados años, mientras, huyendo de las nocivas prebendas de la celebridad, es mecido por los Mares del Sur en su costosa goleta Snark, Jack London (1876-1916) engendra su autobiográfica Martin Eden –1909–, reviviendo sus anhelos juveniles, cuando se instruyó hasta la extenuación para convertirse en literato y creyó ver la divinidad inmortalizada en las pupilas de una mujer.

El genio norteamericano que, antes de cumplir los diecisiete, ya había formado parte de una tripulación de piratas saqueadores de los bancos de ostras en la Bahía de San Francisco y se había embarcado en un velero de cazadores de focas hacia Japón, dejándose llevar a los veintiuno por la fiebre del oro de Klondike –Alaska–; supo captar con descarnado  realismo y agudeza la enorme hermosura de la naturaleza indómita y de la lucha por la supervivencia de las criaturas que la pueblan en relatos como The Call of The Wild –1903–, que le elevó al estrellato con sólo veintisiete años.

Pero, apenas superada la treintena, el perfecto retrato del triunfo titubea en un alma que empieza a padecer los excesos de una existencia al límite, y, mientras navega sin rumbo al encuentro de sí mismo –una azarosa travesía por el Océano Pacífico que, severamente indispuesto, nunca concluyó–, da un giro en su obra, desnudando a través del protagonista sus más íntimas emociones; evocando al zagal desarraigado y bohemio poseído por el hechizo de lo salvaje, una irrefrenable necesidad de exponerse a las más rigurosas y ancestrales condiciones en búsqueda de algo ignoto, la más sublime expresión de la belleza, que sólo halló cuando descubrió el arte y prendió en él la flama cegadora de la pasión.

Un héroe novelístico que, al igual que su creador, apenas estuvo escolarizado, subsistiendo a través de los más penosos oficios, mientras devoraba libros sin descanso, ávido por cumplir su sueño: reflejar con sus letras la plenitud percibida y hacerse, a su vez, respetable a los ojos de su novia, Ruth Morse –álter ego de Mabel Applegarth, devaneo adolescente de London-, y de sus progenitores.

Rememora como su fascinación inicial por la aparente exquisitez intelectual y educacional que aderezaba el entorno burgués –simbolizado por el deslumbrante salón de los Morse–, se convierte en decepción cuando, adquirida la suficiente erudición, aprecia su absoluta superioridad sobre aquellas mentes angostas y condicionadas, al aunar al conocimiento teórico una intensa experiencia vital de la que ellos carecen.

Su divinización de la libertad, del arquetipo americano errante y ácrata, aparece en la figura de Joe, compañero de cuitas de Martin, quien, harto de ser tiranizado en la lavandería donde ambos laboran sin reposo, decide romper con todo y vagar despreocupado las calles; mostrando en sus líneas un mayor respeto por el audaz devenir de quienes se cobijan bajo el cielo, que por el de aquellos sometidos medrosamente al sistema.

Pero, en su catártico deseo de recordar, London trasciende sus propios sentimientos, mostrándonos con sagacidad algunos de los repulsivos disfraces que todavía hoy, más de cien años después, continúan envileciendo la condición humana.

El sino del escritor novel, condenado al menosprecio de una masa que incluso niega el carácter laboral de su actividad creativa, e indultado únicamente cuando atrae el foco de la notoriedad.

Una colectividad interesada que sólo valora al artista en términos de su relevancia social, de su refulgente imagen ataviada con el efímero y endeble ropaje de la fama y del dinero, y no de su talento, de su capacidad para conmover con la brillantez de su verbo.

“Trabajo efectuado”, repite para sí constantemente su héroe, observando con desazón la curiosa transformación que su reciente prestigio provoca en cuantos le rodean. Como todos aquellos textos rechazados anteriormente sin contemplaciones por las revistas, son ahora generosamente adquiridos y gloriosamente celebrados; y como, antaño repudiado por sus familiares y convecinos, es ahora pieza codiciada en toda clase de cenas y festejos.

Cobran entonces sentido las palabras de su único amigo, el vetusto poeta Brissenden –“El hombre sin pasado, cuyo inminente futuro era la tumba y su presente la amarga fiebre de vivir”– antes de poner fin a su atormentada andadura volándose la cabeza:

“Deja que la belleza sea tu final.  Ella es el único dueño al que servir. Sírvela y al diablo la multitud. No es teniendo éxito haciendo algo que obtienes tu dicha, sino haciéndolo. Espero que no vendas ni una línea a las revistas prostituyendo la belleza a sus necesidades. Olvídate de la fama. Vuela en solitario y vuelve a tu mar”.

La llegada de la supuesta gloria –con un, a priori poco comercial, ensayo filosófico donde, siguiendo el consejo del viejo gurú, ignora las expectativas mediáticas y es guiado únicamente por su imaginación–, y la hipocresía subsiguiente, acentúan su falta de fe en el ser humano, y reafirman su intención de partir, tras hacer acopio de los cuantiosos royalties, en búsqueda del paraíso perdido, hacia una deliciosa isla de arrecifes de coral en los Mares del Sur.

“Estoy enfermo, muy enfermo. Nunca he tenido miedo de vivir, pero jamás soñé que estaría saciado con la vida. La vida me ha llenado de tal forma que estoy vacío de deseo”, profiere a su otrora adorada Ruth, contemplada ahora con apenas un hálito de indiferencia.

A bordo del suntuoso buque de vapor Mariposa, deslizándose hacia su paradisíaco destino, comprende que ni pertenecerá jamás a la estirpe señorial de los pudientes pasajeros, ni puede ya regresar a la suya propia. Sin el menor afán creativo, ni motivación alguna, vivir se ha convertido en algo insoportable.

“Deja que la belleza sea tu final”, un último pensamiento antes de fundirse para siempre con lo más precioso y real que jamás halló: el mar.

Golpeado por la crítica y acogido sin alharacas en su momento, el tiempo ha jugado a favor de Martin Edén, transformándolo en un clásico de la literatura mundial.

Paradójicamente, pese al trasfondo nihilista y autodestructivo, tal vez premonitorio del enigmático y prematuro desenlace de su autor, se ha convertido en un título de culto para miles de aspirantes a novelar.

El hombre muere cuando queda saciado con la vida. Moraleja de quien siempre voló deprisa.   

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TAGS: #MartinEden #Ruth #Nihilista #Literatura #Belleza #Mariposa #Escritor #JackLondon #LiteraturaUniversal

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