Jim Morrison y su universo ilusorio

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    Debo reconocer que la primera vez que vi un reportaje con una actuación de The Doors, apenas presté atención a los acordes que sonaban en aquellos instantes —Love Me Two Times—. El fuerte destello de  su líder, con su teatralidad y magnetismo, eclipsaba cualquier sonido que pudiera proceder de su banda.

    Asombrado por el carisma de aquel enigmático personaje  decidí indagar sobre su vida, descubriendo a un joven desarraigado, desaliñado  y apasionado por la literatura que, inadaptable a una  vida ordenada y anodina,  decidió crear su propio cosmos: un mundo paralelo de excesos, transgresión y desafío a cualquier clase de autoridad.

    Representantes del llamado “Rock Psicodélico” —estilo que, al  evocar  la experiencia psicodélica, suele estar asociado al uso de sustancias  alucinógenas como el LSD— The Doors  tuvo un fugaz, pero estruendoso, paso por el panorama musical. La consideración sobre si eran realmente buenos o han sido, quizás,  sobrevalorados por la precoz desaparición de su emblemático gurú, la dejo para los expertos. No es ese un debate que me produzca un gran interés.

    Sin embargo, la historia de Jim Morrison, salpicada de escándalos y excentricidades  captó toda mi atención: ¿Qué puede impulsar a quien ha alcanzado el éxito con mayúsculas, realizando la actividad que ama, a lanzarse por el vertiginoso tobogán de las drogas y la autodestrucción??

    Mi conclusión es que algunas personas son tan distintas, en su alocada genialidad, al resto, que jamás consiguen adaptarse al mundo que las rodea. Lamentablemente, nunca alcanzarán una felicidad  plena, ni duradera, aun cuando sueños se materialicen. Y es que, en muchas ocasiones, uno percibe que aquello, lo deseado y obtenido, es muy distinto a lo imaginado, siendo fuente  de desdicha y no de satisfacción. Como decía Oscar Wilde: “When gods really want to punish us, they answer to our prayers” —“Cuando los dioses, realmente, quieren castigarnos, responden a nuestras plegarias—.

    Su adicción al alcohol y a las drogas —que se acrecentó por su pánico inicial a actuar ante el público— no era sino una forma de  escapar de una sociedad con la que nada tenía en común; una búsqueda de lapsos de una alegría distorsionada que hiciera estallar todo el manantial de creatividad que tenía en su interior; un temerario paseo por los límites de la realidad cuyo presto desenlace parecía tener perfectamente asumido: “The future is uncertain but the end is always near”.

    No puedo admirar su modus vivendi, ni los medios  utilizados, pero sí la singularidad del sujeto, su imaginación,  su rechazo a ser convertido en uno de esos seres corrientes que deambulan dejando que el tiempo resbale sobre sus cuerpos. 

    El mismo eligió su destino. Lejos de un héroe, fue víctima de sus demonios interiores. Devoto del poeta británico de los siglos XVIII y XIX, William Blake, convirtió su máxima —“The road of excess leads to the palace of wisdom”— en el soporte de su  estrambótica doctrina: Exprimir la vida “a todo tren“, sin el más mínimo autocontrol  o mesura y sin importarle la previsible llegada de un final dramático y prematuro.

    Sus citas, siempre alusivas a vivir sin miedo, ni límites, no  auguraban una existencia larga e insustancial,  sino breve e intensa de toda intensidad. Por ello,  cuando fue encontrado sin vida el tres de  Julio de 1971, con apenas  veintisiete años, en  la bañera de su retiro parisino, cobraron  sentido muchas de sus sentencias: “Expose yourself to the deepest  fear. After that, fear has no power and the fear of freedom schrinks and vanishes. You´re  free”.

    The Lisard King —“El Rey Lagarto”—. La mística de la estrella desvanecida en su máximo esplendor. Nada contribuye a perpetuar la leyenda del  ídolo, sino la contemplación idealizada de su atractiva, y ya nunca envejecida, imagen —la famosa expresión “Vive deprisa, muere joven y deja un hermoso cadáver”, erróneamente atribuida a James Dean, aunque pronunciada, en realidad, durante la película Knock On Any Door  de Nicholas Ray—.

    “No estoy hablando de ninguna revolución; ni estoy hablando de ninguna manifestación;  estoy hablando de diversión ¡No hay reglas, ni leyes: Haz lo que te dé la gana! ¡Sois una pandilla de jodidos idiotas! ¡Sois una banda de esclavos! ¡Dejad que la gente os diga lo que debéis hacer! ¡Dejad que os atropellen! ¡Pero, os encanta, os encanta tener la cabeza metida en la mierda! ¿Qué es lo que vais a hacer al respecto?”

    El “incidente” del  Dinner Key Auditorium de Miami marca el principio del fin de The Doors. Transcurría el 1 de marzo de 1969 y, con el termómetro ambiental presto a estallar —una multitud sin entrada escala las paredes de un recinto que  ya duplicaba el aforo permitido— aparece el más deseado. Jim Morrison llega tarde y ebrio; decidido a dinamitar una máscara de sex symbol que le resulta insoportable —pronunciando esta soflama entre balbuceantes estrofas musicales— y sobrepasa, enervado por los  insistentes rugidos  exigiendo “Light my Fire”, todos los límites: “No habéis venido  aquí por la música. Habéis venido para otra cosa ¿No es así? Queréis ver mi p… ¿No es así? “- proclama mientras simula una masturbación y muestra su pene al respetable, tras serle arrebatado el micrófono por el asustado dueño del local.

    Previamente, unas notas del más absoluto  surrealismo: camisetas, sostenes y bragas vuelan, previa incitación al desnudo y “desmadre” sexual, por los aires; el público toma el escenario; y  Jim sostiene en brazos un cordero entregado por un amigo: “No puedo follármela, es demasiado joven”- afirma entre risas.  

    La policía interviene, pero la locura continúa y, mientras  un absorto Ray Manzarek continua aporreando su piano, Morrison es arrojado por un guarda de seguridad sobre la audiencia, desapareciendo con su grupo con destino a las Bahamas.

    Crucificado mediáticamente y condenado, a finales de 1970, por obscenidad pública y exposición indecente; e incapaz ya de discernir cuando termina el personaje y empieza su verdadero yo, decide  poner tierra de por medio: “No sé quién soy; no sé qué estoy haciendo; ni lo qué quiero; sólo deseo largarme.”- proclama a su manager el 10 de marzo de 1971, antes de abandonar, en plena cúspide, el mundo de la música, para refugiarse de la fama y sus inevitables prebendas y esclavitudes en París donde, entregado a su faceta de poeta, pero ya muy deteriorado  por su conducta disoluta, acabaría encontrando, tal y como repetía una y otra vez en su  profético tema  The End, a su único amigo: el final