La impunidad, obviamente, es uno de los precios de la paz

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La paz no es un hecho en Colombia pero es cierto que el país avanza hacia ella entre los recuerdos espantosos y los odios enardecidos de la guerra. Aunque inverosímil, es innegable que generales de las Fuerzas Militares y altos jefes de las FARC recorren juntos el país con el ánimo de revisar las zonas en las que se concentrarán las tropas insurgentes durante el camino de espinas que las debe llevar al desarme y posteriormente a la vida en la legalidad.            

El fin último, la paz, no es más que la ausencia de la guerra. Eso es todo. Nada más. Los grandes males nacionales, como la corrupción, la impunidad, la desigualdad social, el racismo, el narcotráfico o la pobreza no desaparecerán por efecto de un acuerdo de reconciliación con la guerrilla más vieja del mundo. Antes, por el contrario, pude darle paso a otra etapa de violencia fratricida, a una guerra nueva, como ha ocurrido siempre a lo largo de la historia colombiana. Sorprende que son más los ataques que el actual proceso de paz recibe de sus enemigos, encabezados por el ex presidente Álvaro Uribe, que las voces de respaldo de quienes lo aceptan, pero en las encuestas el país de a pie, el que no difunde sus opiniones por carecer de decanales de expresión y cajas de resonancia, indica que, con una mayoría cercana al 60 por ciento, está dispuesto a votar “Sí” en un plebiscito previsto para refrendar, o no, los acuerdos que están por sellarse del todo en La Habana. Los encuestados del “Sí”, curiosamente, no se muestran propiamente como admiradores ni partidarios del Presidente Juan Manuel Santos, cuyo desprestigio y falta de liderazgo nadie puede negar, ni tampoco de las FARC, manifiestamente desprestigiadas, incluso entre las izquierdas que alguna vez las alentaron y vieron en ellas una esperanza de redenciones sociales. La mayoría contabilizada dice que iría a las urnas únicamente por la paz. Ha entendido, supongo yo, que las atrocidades cometidas por la guerrilla y los propios militares, quienes llevan las armas de la sociedad con el fin de defenderla de aquella, no son un argumento para continuar la confrontación, que ha dejado millones de muertos, sino, precisamente, para lo contrario: detener el baño de sangre.

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Las masacres, los genocidios, los descuartizamientos o las violaciones  carnales de niños y mujeres son el argumento más grande para pedir un pacto entre las partes por medio del cual nada de eso siga ocurriendo. Obviamente, es cierto que, como lo quieren Uribe y sus no pocos seguidores, la guerra puede continuar por años hasta cuando, dentro de dos o tres millones de muertos más, alguno de los dos bandos logre, por fin, vencer al contrario y consolidar su poder sobre una nueva montaña de cadáveres. La maldad y las atrocidades a las que han llegado ambos bandos durante más de 50 años de esta guerra son las que llevan a pedir la paz pronta, y, claro, necesariamente costosa en concesiones de parte y parte, incluida la innegable impunidad que supone: las FARC no quieren ir a la cárcel tras firmar los acuerdos y los militares desean sacar en libertad a todos los miembros que tienen presos y que se les impartan perdón y beneficios a los que todavía no han caído en manos de la justicia regular por haber delinquido atrozmente en razón de la guerra o simplemente a la sombra de ella. Si se llega a la paz, esa impunidad va a ocurrir.

La legislación especial para la paz que regirá pronto abrirá las puertas para que todo tipo de personas se acojan a ella en busca de beneficios judiciales, es decir, impunidad, para ser claros y no engañar a nadie. No obstante, nadie podrá ser beneficiado ni eventualmente perdonado si no confiesa todos sus delitos si bien ninguna persona puede salir de un despacho judicial con una rebaja de pena ni con un perdón entre el bolsillo si no es en función de delitos concretos, reales. La confesión, se espera, llevará a la verdad de lo que realmente sucedió en la guerra y quienes no revelen la totalidad de sus crímenes correrán el riesgo de perder cualquier tipo de beneficios y pasarán a la justicia ordinaria en la que la máxima pena contemplada es de 60 años de cárcel. Industriales, políticos, generales, cardenales o ministros de estado que han actuado en beneficio o connivencia de grupos armados al margen de la ley o de las atrocidades de las propias fuerzas estatales deberán contarle a la justicia y, por ende, a la sociedad, cuáles fueron los alcances de sus delitos y los pormenores de ellos. De no ser así, terceras personas en busca de sus propias cuotas de impunidad permitida podrán delatarlos y en tal caso deberán ser procesados sin miramientos por la justicia regular. Los líderes de las FARC, los escuadrones de la muerte y militares con pecados mortales conseguirán sus propios beneficios revelando la manera como delinquieron por décadas y atrozmente bajo el paraguas que les abrieron altas personalidades y estas quedarán al descubierto, en cuyo caso solamente tienen dos posibilidades: confesar la totalidad de sus delitos o ser juzgados por ellos, sin prerrogativas ni ventajas.

Millares de políticos, empresarios y militares sanguinarios, responsables de barbaridades indecibles para las que dieron órdenes malintencionadas sin participar siquiera en el fragor de la guerra, prefieren que las Fuerzas Militares y las guerrillas continúen desangrando al país en las confrontaciones y la guerra sucia de la que siempre se han servido sin que les duela ni una muela: los grandes instigadores de la violencia –incluidos generales- no han participado en combate alguno y el advenimiento de la paz, con la verdad como premisa principal, no les conviene.Es necesario reiterarlo: buscar la paz no es proponer un premio para los monstruos de la guerra. Es solamente pactar el comienzo de una nueva era de confrontaciones y polarizaciones, sí, pero sin el uso de las armas. En paz.

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