La obra histórica de Jesús Abad Colorado

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La consumación de la guerra de medio siglo con las FARC –que los enemigos de la paz quieren restablecer– solamente tiene una tabla de salvación: la verdad, que no es del que más levanta la voz sino del que la demuestra. Por eso me parece trascendental la obra del fotógrafo colombiano Jesús Abad Colorado, quien durante 25 años se entregó a captar con su cámara el sentimiento intenso de las víctimas de actos espantosos que el presidente Juan Manuel Santos consiguió detener.

Cuando todavía humeaban los destrozos causados en combates y emboscadas –por regla general en las zonas más pobres y abandonadas del país- Jesús Abad, de 50 años de edad, algunas veces llegaba primero que los refuerzos militares llamados a auxiliar a alguno de los bandos. También, les ganaba a los mismos equipos forenses que acudían, hastiados, de recoger cadáveres. La mayor parte del tiempo, Jesús viajó por su propia iniciativa y sus fotografías llegaron a convertirse en pruebas judiciales incontrovertibles. Cruzó el país en todos los sentidos, a lomo de mula, marchando, en “chivas” (autobuses con carrocerías de tablones) o camiones de carga por senderos de fango y caminos de herradura. Su obra ahora es histórica. 

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Jesús comenzó en 1992 como reportero gráfico del periódico El Colombiano, de Medellín, donde permaneció nueve años. Más tarde, adquirió sus propias cámaras y se entregó por su cuenta a registrar la dimensión de la guerra marcada en los rostros de sus víctimas. Lo conocí por intermedio de Yesid Campos, antropólogo, entre cuyas hazañas cuenta la exhumación de la prehispánica Ciudad Perdida, en la sierra Nevada de Santa Marta, junto con Álvaro Soto Holguín. Yesid fue documentalista en los mejores días de la BBC de Londres y posee el criterio necesario para estimar a Jesús Abad Colorado como el mejor fotógrafo de guerra que ha tenido el país en toda su historia.

El requisito de la verdad de la guerra para poder superarla y, si se quiere, olvidarla y perdonarla, está expuesto, como en pocas otras partes, en la obra de este fotógrafo, cuya familia buscó refugio en Medellín en 1960, desterrada del pueblo de San Carlos por ser liberal (aunque su madre era conservadora) durante la lucha armada entre los dos partidos tradicionales, conocida como La Violencia. A lo largo de su vida los suyos han recibido golpes mortales de todos los bandos: el ejército, los paramilitares y las guerrillas.

Dos de las fotografías que más hondamente me han conmovido el ánimo, son de Jesús: Una es la del cadáver del ciudadano Eduardo Salazar, montado bocarriba sobre una camilla hospitalaria a cielo abierto, a quien su pequeño hijo le acomoda una camisa limpia para que luzca mejor presentado en el sepelio (San Carlos, Antioquia, 1998). La segunda –en la Comuna 13 de Medellín- es la de un civil vestido de militar, con la cara cubierta, quien es utilizado por un contingente de la fuerza pública y la Fiscalía General para que, a cambio de poder preservar la vida, señale -entre sus propios vecinos y parientes- a quienes estime indeseables con el objeto de proceder a fusilarlos, torturarlos o desaparecerlos. Es la escena más estremecedora y escandalosa que existe de la “Operación Orión” (2002), con la que el entonces presidente Álvaro Uribe ordenó “limpiar” la populosa barriada, disputada por años entre paramilitares, guerrillas y el propio estado. Hasta donde se sabe, hubo 16 muertos, 20 heridos y 70 personas desaparecidas, cuyos despojos todavía se cree que se encuentran entre la gigantesca fosa común conocida como La Escombrera, usada por las fuerzas estatales para botar los restos de sus víctimas en Medellín y el área circunvecina.

Las fotografías de Jesús Abad -con escasas excepciones- solamente muestran a las víctimas de la guerra, a pesar de que con su lente ha captado matanzas en el mismo momento en que volaban las ráfagas, así como a los verdugos más sanguinarios de las últimas tres décadas. A la mayor parte de los combatientes rasos que exhibe los considera, más que víctimas, mártires: niños y jóvenes esclavizados como carne de cañón, que generalmente llevan colgados al cuello innumerables manojos de crucifijos, estampas de santos y otros amuletos a los que les atribuyen virtudes mágicas para acogerse a ellas en busca de la salvación en este y en el otro mundo. Son evidencias del grado de terror en que viven. Una fotografía de 1999, tomada por Jesús en Mutatá, Antioquia, captó una leyenda escrita a mano que trata de remediar la constante angustia opresiva de los guerreros: “Mata que Dios perdona”, dice.

Jesús Abad ha estado siempre en el momento oportuno para poder mostrarnos hoy lo que ha sido la última guerra colombiana. No obstante, su obra no es meramente para dar fe de la manera como se han perdido generaciones enteras de los colombianos más necesitados y abandonados, sin que al resto del país le haya importado un higo. Cada una de sus imágenes es una lección acerca del arte de saber encontrar –en menos de un parpadeo– el encuadre y el ángulo adecuados y al mismo tiempo aprovechar el único fragmento de segundo que ofrece una escena para oprimir el obturador y obtener de ella todas las sensaciones, los gestos, los significados y los matices que, atrapados en un instante, forman una imagen inmortal e indudable.

El mejor compendio de la obrad e Jesús ha sido recogido en el libro Mirar la vida profunda, de reciente aparición, con el sello de Planeta. Coincide con el fin de la guerra y al auge social de reclamar la verdad de lo que sucedió a cambio de la posibilidad de perdonar. 

“Todo viene determinado por el lugar en el que has nacido”, dijo el afamado fotógrafo japonés Nobuyoshi Araki. Por eso, la Nueva York de los años 30 nadie la captó mejor que Margaret Bourke-White, o las dos guerras mundiales del siglo pasado y la Guerra Civil Española que el húngaro Robert Capa, de la misma raza de Jesús Abad Colorado.

“La guerra –sentenció Capa– es como una actriz que está envejeciendo: siempre más peligrosa y menos fotogénica”.

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