La sagrada pedofilia católica

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El cura católico William Mazo violó sexualmente –en 2009- a cuatro niños menores de 12 años y al cabo de una cruzada jurídica -ruinosa y desigual- emprendida por las víctimas, la justicia penal lo halló culpable y lo condenó a 33 años de cárcel. Posteriormente, la familia de dos de los niños pidió al juez ordenar la correspondiente indemnización y al ser requerida a contestar, la Iglesia Católica argumentó que no hay lugar a resarcimiento de ninguna naturaleza, por dos razones básicas: hubo, sí, violación, pero daño, jamás, en razón a que si los chicos resultaron vulnerados fue exclusivamente por culpa de los padres que se confiaron en el clérigo que solía llevarlos a la casa cural con la promesa de “adoctrinarlos en las verdades de la fe”.

Esta historia de pedofilia católica pudo haber ocurrido en Australia, Boston, Bogotá o cualquier otro lugar del mundo en donde existen representaciones misionales y operarios clericales de El Vaticano. Tuvo lugar en Cali, Colombia.

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         El abogado de la Arquidiócesis de Cali, Walter Collazos, no solamente les atribuyó a los padres la culpa por las violaciones cometidas por el cura. Acusó, además, a las propias víctimas: “Realmente, los responsables del delito son los niños”, por ser, según él, “viciosos y maleducados”.

         El arzobispo de Cali, Darío de Jesús Monsalve, está completamente de acuerdo con las tesis del abogado que defiende sus intereses económicos y a la familia de los niños violados carnalmente se ha limitado a ofrecerle disculpas y prometerle que el incierto detrimento causado lo pagará con bendiciones pastorales, oraciones y consejos morales, cuando los quiera recibir. No obstante, para el caso que el juez estime que el gravísimo daño físico y moral causado a los niños se debe cubrir en dinero contante y sonante, el apoderado arzobispal sostiene que la justicia debe entenderse directamente con la arquidiócesis de Santa Fe de Antioquia, a la que pertenece el violador Mazo, pues si bien la iglesia católica es una misma organización pedófila universal, los crímenes que cometen sus miembros solamente los deben compensar económicamente las agencias subsidiarias de El Vaticano que les dieron licencias para ejercer y no las que los tienen operando a su servicio. Tesis que el juez que lleva el caso (22 Penal de Conocimiento de Cali) dirá algún día si es cierta o falsa.

         El clérigo Mazo duró décadas manoseando y violando niños, pero solamente en cuatro casos las familias se atrevieron a acudir a la justicia. Las demás temen a las maldiciones y los castigos que Dios les reserva a quienes se aventuran a enfrentar a cualquiera de sus representantes en la tierra, que son –hasta donde se sabe- desde la “santidad” del Papa, la “eminencia” de los cardenales, arzobispos y obispos, hasta la “reverencia” de la horda infinita de curas de misa y olla, que son, por su inmensa cantidad, los que perpetran más accesos carnales violentos en niños.

         Las dolorosas depravaciones del clérigo Mazo, de Cali, parecen ser poca cosa en comparación con las violaciones masivas y permanentes del grupo de curas que regentaba el Instituto Antonio Próvolo para Niños Sordos de Mendoza, Argentina. Practicaban sodomía en perfecto estado de indefensión de los pequeños –niños y niñas- en los baños y las habitaciones. Para colmo de su desgracia, los niños no tenían tregua porque permanecían internos en el instituto y les era imposible expresar su tragedia y desamparo por ser mudos y sordos.

         Los responsables principales fueron un cura italiano de 82 años, Nicola Corradi; Horacio Corbacho, de 56 años y otro cuya identidad jamás fue revelada.

         Los abusos sexuales y las depravaciones de la iglesia católica contra los niños han sido una práctica antiquísima, tolerada e institucionalizada. Las experiencias pedófilas se refinan, se comparten entre los mismos curas y se practican alrededor del mundo en casos como el de los niños sordos y mudos de Argentina. Es muy diciente que las denuncias que se conocen en nuestros días jamás salen de la boca de miembros de la propia iglesia, cuya actitud, por regla general, son el encubrimiento o la práctica misma de sus vilezas pedófilas. Organizaciones de víctimas de pedofilia han incriminado a los papas Juan Pablo II y Benedicto XVI como responsables de encubrimiento de las depravaciones sexuales clásicas y características del clero católico.

         Al Papa actual –jesuita argentino Jorge Mario Bergoglio, conocido como Francisco- la postura frente a las aberraciones de sus dependientes contra niños de todo el mundo, se le queda en sermones y panegíricos aromatizados con incienso. Es el caso del cura pedófilo Luis Fernando Figari, de Perú, a quien la justicia de ese país le probó la comisión de gravísimos delitos sexuales contra niños, adscritos a una oscura secta que él mismo fundó: Sodalicio de Vida Cristiana.

         Figari huyó para guarecerse en El Vaticano, donde fue acogido y sus aberraciones contra la infancia quedaron reducidas a la condición de conductas que apenas se oponen levemente a las leyes y preceptos de la iglesia. Son solo “actos pecaminosos”, declaró la Santa Sede al anunciar que el pedófilo no regresará a Perú, vivirá en un apartamento privado que le adjudicó El Vaticano y se le prohibirá hablar con medios de comunicación. Respecto de las aberrantes y violentas violaciones de niños ejecutadas por este cura Figari -suficientemente documentadas por la justicia peruana-, El Vaticano conceptuó: “no se han encontrado elementos en virtud de los cuales se pueda afirmar con suficiente claridad y certeza moral que dichos actos [los abusos sexuales] ocurrieran con violencia”.

         El encarnizamiento sexual, abusivo y consentido del catolicismo contra los niños más indefensos del mundo contrasta con las campañas que esa iglesia mantiene a voz en cuello contra normas legales que, como en Colombia, permiten a parejas del mismo sexo y a personas solteras adoptar niños huérfanos y desamparados. Es como si el Papa y sus curas pretendieran que los niños del mundo no tengan más destino que ser el alimento inerme de su milenario e insaciable apetito sexual.

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