La Segunda Enmienda

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Estados Unidos está organizado de una manera completamente distinta a la mayor parte de países del mundo. Recientemente vimos cómo pudo ganar Donald Trump, de manera limpia y legal, a pesar de haber obtenido en las urnas tres millones de votos menos que su contrincante, sin necesidad de acudir al fraude, como ocurre en Venezuela, Ecuador o Colombia. Y pronto podríamos ver la manera como el pueblo de ese país está legítimamente autorizado y dotado para destronar a plomo a Trump, en caso de prosperar la renovada certidumbre de que está traicionando los principios y los derechos sobre los que está fundamentada la nación.

Las palabras, primero, y, ahora, los actos del Presidente en sus primeros tres meses de gobierno han estado dirigidos a menoscabar derechos fundamentales de los Estados Unidos, como las libertades de conciencia y de expresión; el libre mercado, los derechos igualitarios de los homosexuales (que incluyen el matrimonio entre parejas del mismo sexo) o el aborto. Adicionalmente, se ha dedicado a echar por la borda el orden y las relaciones internacionales que su país –como líder universal histórico e indiscutible– construyó durante el último siglo y pretende aislarlo del resto del mundo, como lo hizo con Corea del Norte la dictadura hereditaria y totalitaria que la gobierna, hoy a la cabeza del carnicero Kim Jong-un, tan dado a despertar al mundo con lanzamientos de misiles o fusilamientos de parientes suyos o generales a los que coge entre ojos a partir de cualquier majadería. Todas las mujeres coreanas son de él y puede disponer de ellas como le venga en gana, o como lo hace Trump, de acuerdo con sus propias palabras: “Cuando eres una estrella puedes hacer cualquier cosa. Agarrarlas por el coño, lo que quieras”.

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La ventaja de los estadounidenses frente a los norcoreanos radica en que aquellos todavía tienen a la mano legítimos recursos que los autorizan para actuar contra el totalitarismo. El primero de ellos es la Segunda Enmienda a la Constitución Nacional, insignia del amor propio de este gran país que, en uno de sus apartes, dice: “Siendo una milicia bien regulada necesaria para la seguridad de un estado libre, el derecho del Pueblo a tener y portar armas no será vulnerado”. El presbiteriano James Madison (1751-1836), cuarto Presidente de Estados Unidos, conocido como «Padre de la Constitución», estipuló que el uso libre de armas tiene el propósito fundamental de garantizarle al ciudadano un medio de defensa legítimo, incluso para el caso que el Estado se extralimite con su poder y deba defenderse de él (como solían decir los burócratas decimonónicos, “el subrayado es mío”).

Alexander Hamilton (1755-1804), quien peleó en la guerra de Independencia de Estados Unidos y fue su primer Secretario del Tesoro, también participó en la redacción de la Constitución y se empeñó, como Madison, en defender el derecho consagrado e inalienable del pueblo a poseer armas. También sostenía que hasta el Ejército en cualquier momento puede amenazar la libertad de la nación y en tal caso el pueblo debe tener armas suficientes para impedirlo.

Me temo que hoy los estadounidenses ignoren en su mayoría el espíritu verdadero de la norma que en este tiempo les permite comprar, guardar y portar todas las armas de fuego que deseen y matar con ellas a otros seres humanos, con la única justificación de sentirse amenazados. La compraventa y el uso libre de armas en Estados Unidos son también un legado medieval británico, elevado a la categoría de derecho fundamental. Fue consagrado en diciembre de 1791 por medio de la llamada Carta Constitucional, de la que hace parte la Segunda Enmienda a la Constitución.

Hoy, Estados Unidos es el país del mundo con más armas de guerra en manos de particulares y es probable –repito– que solamente una ínfima minoría sepa por qué razones goza de ese derecho. Hay más armas que habitantes. Existen más puntos de venta de armamento que negocios registrados como restaurantes de comidas rápidas, cafeterías y tiendas de comestibles, de acuerdo con información pública de la Oficina de Alcohol, Tabaco, Armas de Fuego y Explosivos o su acrónimo en inglés ATF.

En 2015 las tiendas de armas sumaban casi 65 mil en todo Estados Unidos frente a 14 mil 248 restaurantes de McDonald’s, 12 mil 521 sucursales de Starbucks y 37 mil 716 registros de tiendas de comestibles. En 2015 las ventas nacionales de armas sumaron US$ 23.100 millones. Solamente en 2014 fueron fabricadas 8 millones 94 mil 301 armas de fuego.

El uso y el comercio libre de armas cuenta en Estados Unidos con el respaldo de la vigorosa, casi sacrosanta, Asociación Nacional del Rifle, o su acrónimo en inglés NRA (National Rifle Association), fundada en 1871. Es la organización de derechos civiles más antigua del país y, con más de cinco millones de socios, está consagrada a defender la vigencia de la Segunda Enmienda para que todo estadounidense pueda poseer las armas de fuego que quiera, con fines defensivos, ofensivos, deportivos o de lucro, si es preciso, para emplearse como guardaespaldas o agentes privados.

Donald Trump es vigoroso defensor de la compraventa y uso libre de armas, pues cree que se trata solamente de un derecho instituido para practicar la cacería y ejercer, en general, la legítima defensa personal. Ha expresado con orgullo que sus hijos hacen parte de la NRA y suelen ir a África a depredar la fauna –por deporte– con sus fusiles y cañones. En el particular modo de pensar del actual Presidente, el uso libre y defensivo de las armas es un recurso que debe emplearse para poner todavía más a raya a las poblaciones negras, latinas o musulmanas, por las que experimenta repugnancia irrefrenable.

Por mandato de la Novena Enmienda, ninguna ley en Estados Unidos puede violar derechos ya establecidos, de manera que no existe ni la más mínima manera de prohibir el comercio y uso de armas de fuego si bien es cierto que se trata de una prerrogativa ciudadana inalienable, que ya existía, incluso, antes de la independencia del país. Más aún: en junio de 2010, la Corte Suprema de Justicia produjo una sentencia según la cual ninguna autoridad u órgano legislativo local o estatal pueden restringir el derecho supremo de los ciudadanos a poseer armas letales.

La consecuencia más habitual de estos derechos son las masacres –cada vez más grandes y frecuentes– que asesinos solitarios cometen en Estados Unidos, casi siempre contra colegiales, y que CNN lleva al mundo en directo. Trump duerme tranquilo porque todavía no está cabalmente enterado de que el formidable arsenal que sus conciudadanos guardan en sus casas –el más grande que haya visto jamás el mundo en manos de civiles– es, constitucionalmente hablando, para derrocarlo a él. Obviamente, ellos tampoco lo saben. Por ahora.

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