Las cruzadas contra el populismo

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El desorden global de la política actual estremece también los cimientos profesionales de algunos oficios contemporáneos que, por su incumbencia pública y su composición natural, le son conexos y tributarios, como el periodismo.

Hace unos años, en los comienzos del chavismo, la prensa y el entorno mediático venezolano fueron objeto de un severo diagnóstico en el mundo de los observadores internacionales cercanos al entorno de su crisis política. No sin razón, se les enrostraba su manifiesta parcialidad; su protagonismo en el juego de poder; su actitud complotada en contra del adversario temido, el chavismo emergente, visto como enemigo de la democracia.   El entorno crítico sobre los media venezolano y su sociedad democrática se extendió, gracias a la eficaz propaganda chavista, y una vez consolidadas sus victorias electorales, hasta finales de la década anterior.

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El populismo contemporáneo se ha convertido, a la vuelta de unos años, en una expresión viral de la democracia, susceptible de concretarse en sociedades subdesarrolladas, y, como ha quedado de sobra comprobado, también en las superdesarrolladas. Cuando emerge, puesto que necesita crear un orden a su medida, lo hace cuestionando los fundamentos del poder que existen.

Por supuesto que entre Chávez, Putin, Milosevic, Trump o Le Pen median importantes diferencias. El planteamiento crítico que le hacen los populismos carismáticos de la extrema izquierda y la extrema derecha a los sistemas de consensos liberales en política y economía, sin embargo, puede estar dotado de una enorme letalidad. Los populistas carismáticos medran en las incompletitudes de las democracias representativas para imponer sistemas parapléjicos, hechos a su medida, en los cuales, bajo un parámetro aparente de debate público, la norma de estado es la imposición. A la larga, se rutiniza la censura y se convierte un hábito la violación de la ley.

En el proceso de atizar los sentimientos más elementales de la población, la toma del pulso del debate nacional se convierte en una necesidad, y la confrontación con medios y periodistas, acostumbrados al cuestionamiento y la contraloría, se convierte en un objetivo en sí mismo. En una especie de necesidad.

Asistimos, hoy, entonces, en lo más acalorado del debate público global, a la concreción de ciertas paradojas. Algunas de las cadenas mediáticas más esclarecidas e ilustradas de Occidente, en Estados Unidos, en Francia, en el Reino Unido, que con tanta dureza enjuiciaron lo sucedido en países más pequeños y sus tormentas políticas en defensa de su democracia, se quitan en bozal y se lanzan en una cruzada que decide abrir claramente fuegos frente al candidato enemigo. Termina la equidistancia y la sabiduría institucional.  El populista carismático, habitualmente, se nutre de la dialéctica de estos rudos combates de opinión, donde es criticado y odiado por periodistas, analistas e intelectuales, y donde, de pronto, en la defensa desesperada de la libertad, abunda el vilipendio amarillista. Sobre esa dialéctica, en medio de un debate que tiende a ser estrafalario, el populista carismático logra lo que quiere: se hace popular. Piense el lector,  por un momento, en la pobrísima campaña electoral estadounidense que acaba de concluir.

Dentro de la pasión, exacerbados por el espanto de los planteamientos del populismo carismático, y el miedo a que se concreten, parte de los integrantes del estamento opinático de estos países han perdido, con frecuencia, su habitual claridad y perspectiva. Se hacen frecuente versiones estrafalarias; se sobreinterpretan estridencias; se menosprecia al rival, en función de su escasa elegancia y heterodoxia; se propagan toda suerte de rumores, ciertos o falsos, en escenarios signados por el caos de opinión.        

El populismo carismático, con sus matices, que pueden ser muy grandes, es el nuevo planteamiento que la hace el totalitarismo a los sistemas de libertades fundamentados en acuerdos políticos.

Obra en el marco de la legalidad, y en su maniobrar, si se extiende, el populismo carismático tiende a distorsionarla.   Su carácter viralizado y camuflado plantea, en si mismo, una enorme complejidad para su neutralización. El deseo de venganza, de Chávez, de Haides, de Trump, de Le Pen, puede tener una expresión racial, histórica o social.   Su dialéctica y capacidad de crecimiento entre la gente, plantea a políticos, y también a periodistas y otros protagonistas del debate público, uno de los retos más complejos en la configuración de la democracia actual.

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