Los peligros del arco iris

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La naciente paz ya pactada entre el g­­obierno de Colombia y las FARC ha dado frutos instantáneos que alivian algunas penas del país y calman ciertas aflicciones. Se ven, por ejemplo, en la tranquilidad que en este momento sobresale en los hospitales militares, hasta hace poco atestados de ambulancias llevando soldados mutilados por minas antipersona o baleados en combates y emboscadas. No obstante, el odio y la pasión de la guerra se han trasladado del campo de batalla a la política y a la información pública. En medio de la paz evidente, ahora se respira el aire cada vez más enrarecido de la guerra sucia, que puede desembocar en una nueva matanza fratricida.

La paz todavía es solamente un vidrio flojo expuesto a innumerables pedradas.

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         A los traficantes de armas no les conviene la paz de Colombia: ni a los que las introducen clandestinamente por las fronteras y los ríos, ni a los que se las venden sobrevaloradas a las Fuerzas Militares para ser pagadas con el dinero de créditos externos onerosos e inauguradas, con las bendiciones de los obispos, en los campos de parada.

         El ejercicio de la política del último medio siglo se ha hecho en Colombia en función de la guerra civil. Tanto así que el país ignora cómo ejercerla en tiempos de paz. Álvaro Uribe o el actual vicepresidente, Germán Vargas Lleras, son los potenciales ganadores de las próximas elecciones presidenciales (el primero de ellos por interpuesta persona) y a ninguno de los dos se le ha ocurrido agitar en sus actuales campañas banderas distintas a la de la guerra.

El discurso incendiario de Uribe es muy conocido y el de Vargas Lleras cada vez se le parece más. Para comenzar, es abierto enemigo del proceso de paz que encabeza su jefe el Presidente Juan Manuel Santos, se ha encargado de hacer saber que no tiene nada que ver con él y su oferta electoral no solamente incluye volver a la guerra interna; también ha comenzado a proponer otra más contra Venezuela. La semana pasada se midió en insultos arrebatados y burlas, como dos camioneros blandiendo varillas de hierro, con el dictador vecino, Nicolás Maduro, a sabiendas de que las relaciones internacionales no hacen parte de su campo de competencias en el gobierno al que pertenece. Pero es la manera más barata, simple y efectiva de hacer campaña política.

         La prensa proclive a Uribe y a Vargas Lleras juega un papel decisivo en el propósito de incendiar de nuevo a Colombia. Fue gracias a ella como recientemente se enardeció al país más ignorante y alucinado, que es la mayoría, con la fábula de que los acuerdos de paz, en síntesis, son únicamente una estrategia sereta, miserable y sucia, inventada en Cuba y Venezuela, cuyo verdadero nombre es “ideología de género”, y tiene el propósito indecente de cambiarles el sexo a todos los niños y niñas que habitan en el territorio nacional. Más de medio país está en guardia creyendo que esa fábula es cierta, como en la Europa medieval estuvieron convencidos de que la tierra era plana y llegaba hasta un abismo insoldable que conducía a los profundos infiernos, a donde van a sufrir toda clase de penalidades las almas de las personas que mueren en pecado, sin haberse arrepentido de sus faltas.

         La ignorancia de la mayor parte de los colombianos y el oportunismo de los políticos como Uribe y Vargas Lleras no son las únicas amenazas para la paz. Dentro de las mismas FARC existen muchas otras, encabezada quizá con la disyuntiva mayor de los combatientes que al llegar a la guerrilla hicieron realidad el sueño de tener tres comidas diarias y un fusil al hombro para defenderse de las hostilidades del mundo. Entre ellos mismos se preguntan si deben abandonar esas conquistas vitales.

         La tropa guerrillera está compuesta por indígenas y campesinos analfabetas, alienados con teorías de redención que, con fe religiosa, suponen absolutamente ciertas e indiscutibles. Prácticamente todos se vincularon a la guerra siendo niños y todavía hoy se estima que entre 30 y 40 por ciento de sus filas están compuestas por menores de edad. Por haber nacido y vivido clandestinamente en las regiones más apartadas, empobrecidas y selváticas, ignoran cómo es la realidad del país al que pertenecen. Se han desenvuelto bajo un régimen militar implacable en el que no hay instancias de justicia y las faltas más simples se castigan con la pena de muerte; es probable que hayan muerto más miembros de las FARC en fusilamientos de la propia organización que en las refriegas de 50 años con la fuerza pública. Una examante de alias “Raúl Reyes” me contó esta semana que cuando tuvo la suerte de salir viva para regresar a Bogotá, la tropa que conoció al llegar a la organización prácticamente ya había muerto toda en purgas internas y combates y fue restituida, como es la costumbre, con adolescentes que continuaron llegando cayendo como moscas.

         Los guerrilleros menores de edad que deberán incorporarse a una vida civil que desconocen por completo, pasarán a manos del estatal Instituto Colombiano de Bienestar Familiar, un nido de corrupción que, solamente en la península de la Guajira, es responsable impune de la muerte por hambre de cerca de siete mil niños de la etnia wayúu.

         La tropa de las FARC puede regresar a los extramuros del país a retomar las armas o incorporarse a las innumerables bandas criminales del narcotráfico que andan en busca de carne de cañón para sus filas. 

         Entre tanto, las voces políticas que torpedean la paz acusan a las FARC de no tener más actividad que traficar con drogas ilícitas. Lanzan estos ataques y reciben sobornos de Odebrecht mientras, sin inquietudes ni remordimientos, consumen en sus clubes y sus oficinas la misma cocaína que produce esa organización.

         La mayor parte de los primitivos jovencitos de las FARC que se encuentran actualmente recogidos en puntos rurales desde los que pasarán a la vida legal le tienen miedo a la idea de acercarse a cualquiera de las dos puntas del arco iris porque allí hay jinetes con enormes caballos que se los llevarán. Cuentan que su difunto jefe histórico, “Tirofijo”, sobrevivió a todas las balas que le dispararon durante 60 años porque se escabullía convertido en boa. Continúan obedeciendo a ciegas a sus jefes y creyendo que, en todo caso, su peor enemigo sigue siendo el que deambula invisible por sus barracas, como deambuló también entre los galeones coloniales: la sífilis.

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