Penas y afrentas de ser venezolano

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Venezuela siempre fue para nosotros, los colombianos, la idea de un jardín de las delicias cuya fortuna y felicidad nunca dejaban de crecer. Media Colombia tenía al menos un pariente probando suerte en ese país, principalmente campesinos ilegales que con su esfuerzo sobrehumano hicieron florecer la riqueza en millones de hectáreas agrícolas. Pero también se fueron médicos, arquitectos, ingenieros de todas las áreas y músicos calificados. Recuerdo que entre estos últimos se llevaron a un tío mío (Jaime Guillén Martínez) que había fundado y dirigido la Filarmónica de Bogotá.

         Las joyerías colombianas y otro tipo de comercios hacían su agosto cuando recibían las visitas de los “Damedó”, como dieron en llamar a los venezolanos porque, decían, cuando les ofrecían las ricas piezas de piedras y metales preciosos de sus vitrinas, no dudaban en responderles: “Oye, chico, dame do”.

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         La riqueza desbordante de Venezuela se basó en la explotación y venta de petróleo a partir de 1910, durante la dictadura de Juan Vicente Gómez. Hasta entonces, solamente había sido un recurso menor que, desde tiempos inmemoriales, brotaba del fondo de la tierra y sirvió para calafatear los buques coloniales y la preparación de antiquísimos medicamentos indígenas. Pero todo cambió y la vida del Siglo XX se movió en alto grado –en todo el mundo– con combustible venezolano, del que pronto tomó posesión Estados Unidos.

         En 1929, Venezuela llegó a ser el segundo exportador de petróleo del mundo, después de Estados Unidos. Todas las demás actividades productivas del país se fueron a pique porque dejaron de ser rentables al lado de aquella fuente infinita de riquezas, que daba, simultáneamente, para mantener al país ocioso y a cuerpo de rey, así como para que las clases dirigentes y los militares robaran sin controles ni medida.

         Convertida en una de las grandes potencias petroleras del mundo, la totalidad de la población de Venezuela se entregó a vivir de esa riqueza nacional descomunal. Recuerdo una reunión de amigos de clase media a la que asistí –en1978­–, en la ciudad de San Cristóbal, Estado Táchira. Las botellas de litro de güisqui Chivas Reagal 12 años eran vaciadas como si fueran limonada en el desierto, hasta cuando se oyeron protestas porque el agua que estaba siendo usada esa noche para mezclar el licor no era de la que el gobierno importaba subsidiada de Escocia, con la cual también hacían el hielo para tomarlo en las rocas. Sin embargo, todo fue solucionado en cosa de minutos por dos señoras que corrieron hasta la licorería más cercana y regresaron con una enorme carga para aplacar de sobra las incomodidades. Cuando terminó la velada y salí, mi vista se ofuscó con el exceso de carros enormes, de lujo y último modelo que los comensales tenían estacionados en la calle. En Bogotá, para ese entonces, nos íbamos de las fiestas caminando largos trechos a través del frío o entre muchos, en el mejor de los casos, tomábamos viejos y humeantes taxis de los que –uno a uno- desembarcábamos por el camino. Y lo que se bebía era el venenoso aguardiente inflamable de toda la vida o, en el mejor de los casos, ron de mala muerte. El gobierno colombiano, a diferencia del venezolano, no regalaba ni la educación pública, porque la cobraba.

         Los periódicos venezolanos mantenían reservas alucinantes de papel, pagaban sueldos diez veces más altos que los colombianos y entregaban de dotación cámaras fotográficas, grabadoras de mano, lapiceros de marca y carros de lujo. Lo que, para un colombiano, como yo, era inalcanzable, con todo y que era reportero de El Tiempo, el periódico más poderoso del país. Un buen amigo del diario La Nación, de San Cristóbal, me regaló su grabadora cuando yo andaba detrás del rastro de una masacre de campesinos colombianos en el estado Táchira. Además, le pidió al diario una caja de 20 casetes miniatura que le entregaron sin reparos en el almacén de provisiones y me la obsequió también. “Llévalos, es posible que en Colombia no los consigas, vale”, me advirtió. A mi regreso en Bogotá mis compañeros de trabajo y colegas de otros medios me buscaban para que les enseñara ese prodigio desconocido de la ingeniería japonesa.

          Dada su riqueza inconmensurable, los venezolanos nunca dejaron de vernos a los colombianos como la triste familia pobre de la casa de enfrente, en donde la comida no alcanza, sus miembros usan –vergonzantes– ropas que remiendan en las noches, no todos los días tiene para desayunarse y se pelean violentamente, como consecuencia del hacinamiento y la pérdida total de esperanzas en la que viven.

         Con el paso de los últimos años, la Venezuela que hasta hace muy poco fue la segunda socia comercial de Colombia –después de Estados Unidos–, desde donde llegaba, mes a mes, el sustento holgado que los inmigrantes le enviaban a sus familias, se convirtió en el cuadro patético de una masa humana desesperada y entrañable que quedó de pronto en la calle, como el último emperador de la China, que ignoraba por completo cómo vivir en las mismas condiciones precarias e inestables de los demás mortales. Ni siquiera sabía amarrarse los cordones de los zapatos porque esa era función de los criados que lo asistían.

         El paraíso terrenal de Suramérica cayó de pronto en las manos de un coronel vulgar, inculto y astuto. Un gorila resentido de boina roja –macho dominante–, ladrón, osado, imprudente y temerario: Hugo Rafael Chávez Frías. Trituró la riqueza infinita del país en su propia licuadora de corrupción y venganzas. Las funciones, los recursos y las herramientas públicas las reordenó en provecho suyo, de su familia y sus secuaces.

         Poco a poco, comenzamos a ver cada vez más y más venezolanos en Colombia, algo realmente inusual a pesar de la proximidad entre los dos países. Mientras deambulan sin rumbo, cuentan episodios inverosímiles sobre la violencia que reina en las calles de sus ciudades, sobre la escasez absoluta de papel higiénico o medicinas (los médicos han optado por recetar productos veterinarios) y sobre el hambre generalizada. A la ciudad fronteriza de Cúcuta están llegando mujeres venezolanas, dominadas por la desesperación, que se aventuran a prostituirse –actividad que nunca antes habían ejercido– y bajaron a cinco dólares la tarifa que las veteranas colombianas del lugar tenían en diez. A la vez, los militares de ese país entran a la ciudad a comprar toneladas de cocaína que reenvían al resto del mundo; es el sustituto de los ingresos ilícitos –amparados por todos los gobiernos– que antes les daba la riqueza petrolera, la que hoy escasamente alcanza para atender la abultada e impagable deuda con China, comprar armas y mantener el tren de gastos faraónico de la estrecha clase dominante que ahora preside Nicolás Maduro, un conductor de camión que ejerció esa profesión con una licencia de conducción falsificada y saltó, sin ninguna preparación intermedia, al cargo de Ministro de Relaciones Exteriores y luego al de Presidente de la República, mediante un fraude electoral.

Muchos venezolanos que se han radicado en Colombia llegaron a invertir grandes fortunas. Sé del caso de una familia que se instaló con el fin de montar una empresa para la formación y especialización de ingenieros y técnicos petroleros, con lo cual pudo durante varios años sacar legalmente de Venezuela grandes cantidades de dinero con el pretexto de refinanciar la operación en Bogotá. Ese dinero, en realidad, lo utilizó –como lo hicieron muchos otros venezolanos–, para vivir confortablemente, por fuera del torbellino ­–cada vez más acelerado– de abusos, desorden y violencia generado por Chávez. La ruina de su país le suspendió la importación de dólares, la firma original quebró y con los últimos ahorros montaron una modesta cadena de farmacias que también se fue a la bancarrota. Pocos años después volví a verla: acababa de montar un pequeño negocio de almuerzos baratos para oficinistas, que también quebró. Esta gente nunca quiso, por considerarlo deshonroso y humillante, permitirme que escribiera su historia, como muestra de las penas y las afrentas que sufren la mayor parte de quienes huyen de la tiranía “bolivariana”. Pero recuerdo una parte de mi conversación con uno de ellos:

         –¿Sabes cuál es la fórmula para salir de Venezuela y regresar con un millón de dólares? –me examinó con cierta vergüenza personal.

         –No, no sé.

         –Muy fácil: salir con 10 millones de dólares.

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