Periodismo corrupto

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Siempre que el Estado colombiano emprende un proceso de paz con algún grupo armado me dedico a sostener que ojalá llegue rápido a buen término para que a continuación el país descubra que su principal maldición no es la guerra, por mucho horror y desolación que cause, sino la corrupción. La guerra misma es una de las fuentes de mayor corrupción, dicho sea de paso: mientras más arrecia, más ricos se retiran los generales y los ministros de Defensa a hacer negocios y jugar golf.

            Todas las entidades y las actividades del Estado en Colombia están profundamente infectadas por la corrupción, de tal manera que sus principales responsabilidades, como la salud y la educación, cada vez muestran más atraso y pobreza mientras, al mismo tiempo, crecen los presupuestos de inversión y funcionamiento.

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            Como la justicia está igualmente corrompida, la última instancia que suele existir para poner en el escarnio público a los corruptos es el periodismo, pero también se ha corrompido en alta proporción.

            La sociedad colombiana cada día posee menos posibilidades de conocer el tamaño de la llaga gigantesca que se come sus bienes públicos y sus rentas debido a que el periodismo no solamente ha dejado de vigilar a los corruptos sino que se ha asociado a ellos.

            No alcanza a completar los dedos de una mano el número de medios que, de alguna manera, mantienen actitud vigilante y valor civil frente al estado corrupto que todos deberían vigilar y denunciar. Para comenzar, no pocos son propiedad de los propios corruptos.

            “Un periodista tiene que estar harto, enfadado con la situación y reaccionar. No pueden ser tan pasivos”, sentenció con toda razón Gay Talese durante una visita en España que habría sido de mucho provecho en Colombia.

            Como si fuera una piña, hay que dividir el espinoso tema en dos partes iguales: una de ellas son los medios de comunicación y la otra los periodistas.

            Los medios son empresas cuyo principal fin es el lucro y no solamente el suyo sino el de los grupos económicos a los que pertenecen muchos de ellos. Es triste oír a directores, editores o jefes de redacción responderle a periodistas que intentan cumplir con su deber profesional y su responsabilidad social llevando noticias e investigaciones explosivas sobre corrupción pública o privada: “Aquí no vamos a hacerle el juego a eso”, suele ser, por regla general, la respuesta de los jefes.

            La otra parte del tema son los periodistas. Sobre ellos pesan la autocensura, las amenazas y la insolidaridad. Les resulta mucho más cómodo y rentable volverse corruptos y cubrirse con una careta de valentía e independencia.

            Por estos días he estado investigando un caso de corrupción periodística colombiana que, de acuerdo con mis fuentes, pronto nos permitirá ver en la cárcel y en los estrados penales a una gavilla de periodistas que actúa con mayor astucia y éxito que la mejor de las bandas de asaltantes de bancos.

            En su mayor parte, están especializados en el cubrimiento de noticias judiciales, el área en la que hoy se debaten en Colombia casi todas las actividades de la vida nacional: desde la política, la justicia y las artes plásticas, hasta la banca, la minería, la medicina, la música, la arquitectura, la aviación, el comercio exterior y la prostitución, pasando por la educación, la investigación científica, la pedofilia y, por su puesto, el periodismo.

Los periodistas que están por caer, a lo largo de los años se organizaron de tal manera que, prevalidos del poder que les concede el ejercicio de su profesión, ubicaron a sus amigos, cónyuges y amantes en prominentes cargos judiciales para hurtar y traficar en el mercado negro con información privilegiada. Esto, por una parte. Por otra, están dedicados a actuar en masa con el objeto de satanizar o santificar a delincuentes y abogados corruptos, de manera que vician el criterio de los jueces y de la sociedad con informaciones podridas. Privilegian en sus entrevistas a los delincuentes que les pagan para que divulguen sus versiones y silencian a las víctimas de ellos, por lo común amedrentadas, humildes e indefensas.

            Uno de los principales miembros de esta banda de periodistas (prominente editor judicial de televisión) recientemente envió a uno de sus secuaces (editor judicial de una cadena de radio) a recibir un pago de cien millones de pesos colombianos que la mafia les entregó, en efectivo, acomodados entre una caja de zapatos. Pagos de estos ha habido muchos, según se ha sabido ya.

            Aquel periodista estableció la tarifa de 30 millones de pesos colombianos por divulgar una noticia fraudulenta de un minuto y medio de duración en la emisión de mayor audiencia (prime time) y 20 millones en las demás emisiones. Por tarifas más altas, un fraude vestido de noticia de primera plana puede extenderse simultáneamente a otras cadenas de radio y televisión, periódicos y páginas de internet. Solamente esto explica ahora porqué cada uno de los miembros de la gavilla poseen flotillas de autos BMW y Mercedes Benz, principalmente, así como apartamentos de más de un millón de dólares, fincas de recreo, casas de playa, apartamentos en Miami, fuertes inversiones en la Bolsa de Valores de Nueva York y exitosas compañías dedicadas al negocio de la construcción inmobiliaria. Todo esto con sueldos mensuales de periodistas que en ningún caso superan el equivalente a US$ 5 mil.

            La información judicial que ya se ha sido reunida indica que uno de estos periodistas estuvo detrás del atentado criminal a bala que sufrió un reputado y honorable colega investigador.

            Siempre nos ha llamado la atención a otros periodistas que aquellos, distinguidos por su incultura, su limitado vocabulario cundido de vocablos en caló (lenguaje del hampa) y graduados en universidades de garaje, sean los de mejor vivir y mayor fortuna. Cometen errores de ortografía hablando pero poseen autos que un periodista honorable, prestigioso y bien formado solamente podría adquirir con el fruto de décadas de trabajo.

            La justicia ha intentado con inmensa timidez ponerle el cascabel a este gato y se ha encontrado con inflamadas manifestaciones gremiales de rechazo a lo que se quiere presentar como un atropello a la libertad de prensa y expresión. En respuesta, hace una semana la Fiscalía General optó por celebrar un foro en el que expertos fueron invitados a explicar cuándo sí y cuándo no la justicia puede tomarse el atrevimiento de requerir a un periodista.

            La banda de reporteros judiciales que se halla a las puertas de la cárcel no es una excepción y quizá no sea más que un grupo menor de facinerosos.

            La corrupción que está comiéndose las entrañas del periodismo colombiano acaba de alcanzar un alto punto de desfachatez en el caso de los “Panamá papers”, el escándalo global que ha permitido descubrir a millares de funcionarios y hombres públicos del mundo que, para evadir impuestos, esconden multimillonarias fortunas en sociedades y fiducias sentadas en paraísos fiscales. Hasta donde se sabe, se acercan a 900 los colombianos prominentes inscritos en esas redes de corrupción que para los medios de este país no resultaron ser noticia digna de difundir con vigor y de darle seguimiento para llegar hasta el fondo. Los registros se limitaron a decir de manera escueta que entre los cientos de evasores colombianos solamente estaba un cuñado del odiado ex alcalde de Bogotá Gustavo Petro, a pesar de que este no tenía ninguna vela en ese entierro. Lo que no se ha dicho todavía, ni se va a publicar, es que dueños de medios y encumbrados periodistas dedicados diariamente a dar cátedra sobre moral y ética, figuran en los dichosos papeles de Panamá. Ellos mismos se dieron golpes de pecho en sus emisiones de noticias e hicieron votos para que el gobierno de Panamá le ayude al de Colombia a destapar tanta corrupción.

            Por supuesto que la administración nacional de impuestos tampoco ha tomado nota ni se esforzará, presumo, por obtener la información con la que lograría imponer tantas multas por evasión que el país podría salir de la ruina. Los grandes espacios de debate y los análisis “de fondo” se limitan a tocar el tema con suavidad para advertir que, en principio, es perfectamente legal poseer una sociedad en Panamá. Lo cual es cierto. Lo que no dicen es que a nadie se le ocurriría llevarse su capital a paraísos fiscales para algo que no sea evadir impuestos.

            Mientras el periodismo colombiano encubra, no vea y tampoco denuncie su propia podredumbre, la gran víctima seguirá siendo la sociedad incauta que toma por cierto lo que le “informan” y, obviamente, ignora lo que le ocultan.

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