Peruvian Bistró, la refinada vitalidad de la cocina peruana en Miami

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    El verdadero asombro de la cocina no nace de la vanidosa novedad, sino de la recuperación inspirada de los sabores tradicionales: esta es la apuesta más reciente del reconocido chef peruano Diego Muñoz en 1111 Peruvian Bistró, con un menú que exhala bajo el rabioso sol de Miami toda la fresca vitalidad y sutileza de la mejor cocina peruana.

    El pequeño y acogedor Peruvian Bistró es, sin duda, uno de los restaurantes más interesantes de Miami. Su situación en la zona de Brickell, el corazón financiero de la ciudad, en una corta travesía adyacente, a resguardo del tráfico inhóspito, lo hace aún más apetecible.

    Un barra a la entrada acomoda una docena de fuentes metálicas y brillantes que tiran una docena de diferentes marcas de cerveza. En seguida, el espectáculo, al fondo, de su cocina abierta, a la vista de los comensales, donde la brigada de cocineros salsea, corta, hornea, da el punto final a cada uno de los platos que salen al comedor.

    Los potentes y aromáticos ceviches y tiraditos, las fresquísimas ostras coronadas con caviar y el toque de la clásica chalaca (a base de cebolla picada muy menuda, tomate y zumo de limón) o la causa de escabeche de pescado con huevos de codorniz y aceitunas botija resultan preámbulos perfectos, en este local que huye de la formalidad acartonada de otros restaurantes que pregonan precios de angina de pecho y moda antes que calidad. 

     «Preparamos una cocina simple, cotidiana, con sabores peruanos originales. No pretendemos ser un restaurante ‘fine dining’, sino un referente diario, un lugar donde la gente disfrute y comparta ceviches, causas o incluso un arroz con pato muy cuidado y un pescado de primera», dice Muñoz con sonrisa tímida.

    Es cierto que las salsas son la columna vertebral de la gran cocina, algo que el peruano aprendió en el restaurante tres estrellas michelín Le Gran Vefour, de París, donde hizo sus primeras letras culinarias y tembló, en alguna ocasión, ante el «subchef», un cocinero capaz de atemorizar a los murciélagos del Sena.

    Porque para Muñoz, nacido en Lima, un verdadero cocinero debe espantar la tentación fácil de confundir al comensal con salsas irresponsables y elaboraciones en las que cabe todo.

    Y se muestra tajante, sin sermonear: «Hay que volver a hacer las cosas como se deben hacer, acometer la excelencia sin querer sorprender a nadie, haciendo una cocina honesta, divertida» que refleje, dirá un poco más tarde, la pasión del chef por lo que hace e inculca a los que le rodean en su cocina.

    Muñoz habla en voz baja, se revuelve con mano nerviosa el pelo de estudiante despistado que lleva y dice que «ahora ha degenerado tanto la palabra innovar que esta ya vale para todo». Me recuerda, el comentario, aquella época en España en que se pusieron de moda los restaurantes que rotulaban «cocina internacional» a la entrada; es decir, la exhibición de una cocina que es de todas partes y no es de ninguna.

    Se detiene Muñoz en unas pocas historias: los años vividos en el limeño Astrid y Gastón, comandando la cocina de este templo de la buena mesa y génesis del imperio hostelero construido por Gastón Acurio; de su paso por El Bulli y Murgaritz, donde aprendió, en el segundo, junto a la «sensibilidad» de Andoni Aduriz, que ser cocinero es una «manera de vivir, un estilo de vida».

    El chef peruano evoca estos recuerdos mientras nos presenta en la mesa (y nos sirve personalmente) dos propuestas estrella de la carta: los tortelloni con ají de gallina, tomates cereza y aceitunas y el clásico arroz con pato, aguacate, salsa de cebolla y leche de tigre.

    Se sienta Muñoz a la mesa con nuestro grupo de amigos, que a esa altura de la comida, tras la libación de varias botellas de cava, ya manifiesta ebrios sollozos de gratitud, y dice que El Bulli cambió su vida. 

    «Era entonces, en 2007, el destino mundial de la gastronomía. Era lo que yo buscaba y Ferran Adriá me hizo ver que en la cocina hay que cuestionarlo todo, que nada es imposible», explica sobre la mística e historia de este restaurante que revolucionó la culinaria mundial, hasta que cerró sus puertas en el año 2011.

    Repasa anécdotas, como aquella divertida en el restaurante Le Gran Vefour en que, cargado de verduras en la cámara frigorífica, con las manos ocupadas, empujó la puerta de la cámara desde dentro con tal ímpetu de pie que atizó al prusiano subchef que pasaba en ese momento con una enorme olla de mantequilla clarificada que fue a dar al suelo. 

    Celebramos con risas cómo afrontó el percance el peruano. Y atacamos sin más preámbulos el dulce corolario final a esta mágica comida: una suerte de natilla de lucuma y bizcocho con sorbete de chocolate, pistacho y chimichurri de rocoto que nos sumerge aún más en el mundo absoluto de los sabores peruanos de Peruvian Bistró.