The Jordan Rules: Así nació la era del mito

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“Miré alrededor y vi a Horace (Grant) y Scottie (Pippen) haciendo el capullo, bromeando y alborotando. Tienen talento, pero no se lo toman en serio. Y los rookies, juntos como siempre y sin tener ni idea de que va esto.  Los ´blancos´ (John Paxson  y Ed Nealy) trabajan duro, pero no tienen talento; y el resto no da para mucho más”.

Transcurría el 24 de mayo de 1990. Tras el entrenamiento, Michael Jordan desahoga su inmensa frustración con un amigo. Apenas han transcurrido dos días desde que abandonara derrotado su particular “Palacio de los Horrores” de Auburn Hill —cancha de los Detroit Pistons— con dolores repartidos a lo largo de  su extensa y atlética anatomía,  gentileza de sus “amigos” de la “Ciudad del Motor”.

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Pero su cuerpo no duele ni una décima parte que su orgullo. Los Pistons han colocado el 2-0 en la final de la Conferencia Este y His Airness, apaleado en su obcecada travesía, entre la “manada de búfalos ”que le acecha en su camino hacia el aro, ha estado desacertado y , a más inri, su par, Joe Dumars, ha anotado 31 puntos.

“We´re playing like a bunch of pussies “—espeta en el vestuario durante el descanso. Concluida  la batalla —en sentido literal—, silencio absoluto: No habla absolutamente con nadie.

“Lo escuchamos de él cuando no jugamos bien. Pero, cuando él juega mal, ¿también es  culpa nuestra?” —parece concluir el vestuario, mostrando el cisma existente.  

Y es que los Pistons, a través de su técnico Chuck Daly, parecían tener muy estudiado al astro. Por ello, conocedores de la poca fe que este tenía en sus compañeros y que su superlativa competitividad le hacía contestar cualquier provocación con una inmediata acción individual, idearon The Jordan Rules: una combinación de intimidación física —a base de duros y constantes contactos, agresivas ayudas defensivas  y  todo un arsenal de golpes— y verbal. Con ello conseguían condicionar el juego de Jordan y  Pippen que, ante la inminente amenaza de que cualquier vuelo hacia canasta terminara con ellos sacudiendo el parqué, eran “inducidos” a lanzar desde fuera.

“No hay un solo jugador que marque nuestro tono. Esto es lo que nos convierte  en un equipo. Si un jugador lo hiciera todo, no seríamos un equipo. Entonces seríamos los Chicago Bulls — decía socarronamente John Salley a un periodista tras el segundo partido de las series.

Jordan ardía por dentro al oír tales comentarios. Detestaba la mezcla de  cara angelical y mente perversa de Isiah Thomas y no soportaba las marrullerías de Dennis Rodman, John Salley o Bill Laimbeer —afortunadamente para él, el “Draft de Expansión” obligó a marcharse al otro matón del clan, Ricky Mahorn—. No alcanzaba a entender cómo aquel conjunto disciplinado, pero menos talentoso, se las ingeniaba para frenarles una y otra vez. Vencerles y, si era posible, incluso humillarles, se había convertido en una obsesión.

Finalmente, tras llegar al séptimo partido de desempate —como no, en Detroit—, Los Bulls doblaron la rodilla, en un enfrentamiento en el que Scottie Pippen, afectado por unas extrañas migrañas, volvió a vivir su particular Via Crucis, anotando una canasta de diez intentos —un año antes, noqueado, “involuntariamente” según la ingenua visión del comentarista norteamericano, por Laimbeer tuvo que retirarse a los pocos minutos del encuentro decisivo—.

Era el tercer ejercicio consecutivo en que se veían apeados de la final por su particular “Némesis”. Su desesperación Llegó al punto de colocar una cámara  siguiendo permanentemente  a Bill Laimbeer, confirmando lo sabido: que este tenía a bien agarrarles y golpearles en puntos clave para provocar su error o dejarles fuera de combate.

Pero Phil Jackson sabía que su mayor enemigo no había sido, en aquella su primera temporada como Head Coach, la dureza de los llamados Bad Boys, ni tan siquiera la mala fortuna representada por la misteriosa enfermedad de Pippen, sino ellos mismos.

El controvertido libro The Jordan Rules —fascinante obra del periodista del Chicago Tribune,  Sam Smith— evoca pormenorizadamente aquella época, retratando a un grupo profundamente desunido, cuyo estandarte  no confía  en el resto y cree que el triunfo sólo puede venir acompañado de sus heroicidades. Una estrella consentida, caprichosa y ególatra que, lejos de liderar a los suyos, apenas se comunica con ellos, más allá de continuos sarcasmos.

Con el detallado relato de diversos episodios, bien conocidos directamente o a través de sus protagonistas, Smith nos muestra la cara menos amable del ídolo, reflejando su poco cordial trato con su, por el denominado, Supporting Cast —término que causó gran indignación— que admira y venera sus sublimes cualidades técnicas y atléticas, tanto como detesta su  soberbia.

Pero, ¿cómo culpar a Jordan —posiblemente el mejor atleta de todos los tiempos— por caer en el pecado de la vanidad cuando observamos a diario como tipos absolutamente mediocres actúan, con injustificada petulancia, como si de iluminados se tratara?

Mi percepción es que, aunque  tal vez Jordan no fuera un líder aglutinador al estilo de Magic Johnson, si lo era al enviar continuamente, con su talante de ir siempre “a por todas”, un mensaje de sacrificio y compromiso que cohesionaba al grupo que, al verle actuar de ese modo se veía empujado a jugar con la misma intensidad.

Además, aunque sus hirientes pullas enturbiaran el ambiente, consiguieron “picar” al resto que, aunque sólo fuera por obligarle a “comerse sus palabras”, dio un leve paso adelante que terminaría siendo fundamental.

Por ello, Phil Jackson, que no podía recordar un campeón de la NBA que hubiera ganado el título con el máximo anotador en sus filas —salvo los míticos Milwaukee Bucks de Kareem Abdul Jabbar— decidió que había llegado el momento de dejar de ser  Michael and the Jordanaires para convertirse en un equipo.

Así lo hizo saber a su estrella antes de comenzar la temporada 90-91: “Tal vez estos chicos no tengan tanto talento como a ti te gustaría, pero esto es todo lo buenos que van  a ser. Los equipos no ganan con un sólo jugador anotando todos los puntos, porque cuando así lo necesitas puedes inutilizar  a ese elemento, y esto es lo que Detroit ha hecho con nosotros.  Pero si adoptamos un sistema, todo el mundo va a tener su oportunidad.”

Jackson sabía de lo delicado de sus palabras. No era el primero que intentaba meter en vereda al flamante MVP de la competición —en una ocasión, su predecesor (Doug Collins) le sugirió que estaba jugándose  demasiados tiros  y que  era conveniente que otros jugadores se implicaran. La respuesta fue lanzar sólo ocho veces en el siguiente encuentro. Rehusando, incluso, hacerlo cuando  estaba completamente sólo. Perdieron. El mensaje intimidatorio estaba claro—.

Pero Jordan respetaba a Jackson y, pese a su escepticismo, prometió intentarlo.

La temporada regular se convirtió en un ejercicio de paciencia del “Maestro Zen” y de su ayudante John Bach para intentar implantar un juego más colectivo —el llamado “Triángulo Ofensivo—, mientras su “jugador franquicia” seguía en sus trece.

Sin embargo, aunque viniera en forma de conjura silenciosa, la sutil transformación apareció en el instante que más la necesitaban: la nueva eliminatoria frente a su “bestia negra” por un puesto en la final.

Desde el mismo salto inicial, Jordan, que había entrenado su físico a conciencia durante el verano, es un volcán en erupción: se encara con Mark Aguirre tras fulminante entrada a canasta; suelta un fuerte codazo a Dumars; y vacila a Rodman en mitad de la pista: “Voy a patearte el  culo. Voy a por ti “.

Aquello se había convertido en una cuestión personal, un  “Duelo de Titanes” que debía dirimirse en O.K Corral.Pero además, estaba transmitiendo un claro aviso para navegantes: “Estoy aquí, voy a muerte y vamos a ganar.” Phil Jackson sonreía. Ese era el tipo de liderazgo que esperaba.

Tras colocar el 3-0, pese a los consejos de su entrenador para que evitaran cualquier provocación, antes del envite decisivo, que pudiera resucitar el espíritu  de los Bad Boys,  Jordan declara: “La gente está contenta de que el juego vuelva a ser limpio. La gente no quiere este juego sucio, la falta flagrante  y la conducta antideportiva. Es malo para el baloncesto.”

Estas palabras son el detonante de la polémica ulterior salida de Auburn Hill de los Pistons, con Bill Laimbeer y Isiah Thomas a la cabeza, con el cuarto partido todavía en juego, cuando están a punto de ser vencidos,  sin saludar, ni tan siquiera mirar a sus verdugos.

No había, en realidad, otro desenlace posible. Un simbólico telón final para una de las más bellas y emocionantes rivalidades que jamás hayamos podido contemplar. Comenzaba la “Era Jordan”.

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