Timothy Leary: el sumo sacerdote de la psicodelia

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Mayo de 1962. La festiva noche hollywoodense reúne a lo más exquisito de la vanguardia psicodélica californiana para dar la bienvenida a su anhelado visitante. Desde Peter Fonda o Dennis Hopper, a varios opulentos médicos de Los Ángeles, todos quieren hablar con el hombre del momento, el nuevo mago iluminador de consciencias. 

Han  sido días intensos para el harvardiano Dr. Leary, con visitas a la consulta del Dr. Oscar Janiger –eminencia en el estudio sobre el crecimiento personal a través de las drogas, que introdujo en el LSD a celebridades como Stanley Kubrick o Jack Nicholson– y a la lujosa vivienda de Cary Grant, convencido defensor de la sustancia, incluidas, por lo que, concluido el guateque,  se derrumba sobre una de las camas anfitrionas e inicia un sueño que presume plácido. Sin embargo, apenas iniciado su trayecto hacia el mundo onírico, el sigiloso deslizar de la puerta turba levemente su reposo. Adormecido y con los ojos entornados, vislumbra una voluptuosa rubia embutida en un vestido blanco sin mangas.

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– Hola, tengo que hablar contigo –susurra la joven.

– Lo siento, nada de visitas a domicilio –murmura con sorna el Doctor, que ya había tenido suficientes emociones.

– Venga, deja que te eche un vistazo. Así que tú eres Timothy Leary.

– Y tú Marilyn Monroe, supongo.

– Mira, tienes que colocarme. Nunca he dejado que nadie entre en mi cerebro.

– En esta fiesta hay un montón de médicos de ácido estupendos, y sino prueba con Cary Grant.  

Achispados por el fresco Moet y unas misteriosas pastillas, Marilyn y Timothy juguetean cándida y verbalmente, acurrucados en el sofá, mientras avanza la madrugada. Todavía oye el eco de su risa cuando, incapaz de alcanzar su lecho, cae rendido sobre la alfombra. Su pizpireta y reciente amiga moriría tan sólo tres meses después. 

Turn off your mind, relax and float downstream/ It is not dying, it is not dying. Es el 6  de abril de 1966. Con la grabación de Tomorrow Never Knows The Beatles intensifican su grandiosa inmersión en el océano de la psicodelia. 

Sus evocadoras  estrofas iniciales han sido místicamente arrancadas de The Psychedelic Experience –todo un manual iniciático donde, versionando el Libro tibetano de los muertos, Timothy Leary ofrece las pautas para un placentero viaje alucinatorio–, que John Lennon adquirió  unos días antes en  la emblemática Indica Gallery londinense, componiendo el tema incluido en su álbum Revolver, mientras emula el ritual descrito estimulando químicamente su ingenio.

Espíritu omnipresente de la contracultura norteamericana, un sabio adelantado a su tiempo en permanente idilio con la polémica, o “el enemigo número uno de Estados Unidos”, como le definió Richard Nixon: ¿Quién fue Timothy Leary?

Flashbacks, su autobiografía publicada en 1983, es un vertiginoso  vuelo a través del alma de una América que nunca podrá olvidar los sesenta.

“Nunca hagas nada como los demás. Encuentra tu propio camino. Sé el único de tu clase”. Aunque entonces, en 1930, con apenas diez años, dijo no entender los consejos de su abuelo, su conducta posterior denota que los grabó a hierro incandescente en su psique.

Sin embargo, aunque su innata indocilidad, acentuada por el prematuro abandono paterno, provocara episodios poco decorosos como su expulsión de la Academia Militar de West Point, por montar una monumental borrachera con los cadetes veteranos; así como de la Universidad de Alabama tras “mancillar el honor de la condición femenina sureña”, su juventud transcurrió por cauces relativamente normales. 

Pero esa existencia aparentemente corriente, algo jaranera y promiscua, prolongada durante su etapa en la Universidad de Berkeley, donde se doctoró en Psicología e inició  su actividad profesional, y salvajemente interrumpida por el suicidio de su esposa Marianne, el veintidós de octubre de 1955 –dejándole viudo y al cuidado de dos niños, el día de su treinta y cinco cumpleaños–, tuvo un momento absolutamente epifánico cuando, durante el verano de 1960, ya siendo Director del Departamento de la Personalidad de la Universidad de Harvard, toma por primera vez los llamados “hongos mágicos” en Cuernavaca-México 

“Todo vibraba de vida, incluso los objetos inanimados. Todos me miraban atónitos. Su asombro aumentaba mi hilaridad, Volví a reírme de mi pomposidad cotidiana, de la arrogante estrechez de miras de los eruditos, de la insolencia de lo racional, la petulante inocencia de las palabras en contraste con los ricos panoramas salvajes en perpetuo cambio que inundaban mi cerebro. Me entregué al gozo como llevan siglos haciendo los místicos al echar un vistazo al otro lado de las cortinas y descubrir que este mundo, tan manifiestamente real, es en realidad un escenario minúsculo construido por la mente”. 

Visionario y renacido a los cuarenta, percibe aquello como la herramienta definitiva para expandir la mente y adentrarse  hasta los circuitos inexplorados y empáticos del cerebro, devolviendo el sistema nervioso al estado sugestionable en que puede modificarse el comportamiento humano. “Los estados alterados de la consciencia obligan a afrontar la naturaleza de la realidad y de nuestros frágiles y subjetivos sistemas de creencias, descubriendo de sopetón que durante largos años hemos sido programados, que todo lo que aceptamos como realidad es una invención social”.

Por ello, tras documentarse obsesivamente  y adquirir, con cargo a Harvard, un importante lote de psilocibina –estupefaciente que sintetiza el ingrediente activo de los “hongos mágicos” y, al igual que el LSD, plenamente legal entonces– decide, pese a las reticencias del Rectorado, iniciar, junto a sus compañeros Richard Alpert –hoy Baba Ram Dass, reverenciado maestro hindú– y Ralph Metzner, un proyecto de investigación sobre drogas alteradoras del cerebro, suministrando las mismas tanto al personal docente como a alumnos de posgrado –la inscripción fue masiva–. Es decir: El científico deja de ser un observador independiente para convertirse en objeto directo de experimentación.

Pero nuestro protagonista no está solo. Ya existe toda una red de expertos con una fe absoluta en los estados alterados de consciencia como instrumento para revolucionar la Psicología. 

Pronto entra en contacto con el psiquiatra británico Humphrey Osmond –creador del término ´”psychedelic” , según la etimología griega “que manifiesta el alma-”, y con su pupilo, el filósofo Aldoux Huxley –cuyo ensayo The Doors of  Perception, redactado bajo los efectos de la mescalina, alude a los alucinógenos  como el camino para purificar “las puertas de la percepción”, metafóricamente aludidas en la célebre cita del poeta británico William Blake (1757-1827): “If the doors of perception were cleansed everything would appear to man as it really is, infinite” –.

Tras el aparente éxito de su programa, así como de sus experimentos en el Presidio Comarcal de Concord, donde compartió sesiones de psilocibina con varios presos y el psiquiatra de la prisión –“Redujimos la reincidencia del 70 al 10%”–, decide introducir a la sociedad convencional en este nuevo mundo. “Trabaja en privado. Inicia a artistas, poetas, músicos de Jazz, cortesanas elegantes, pintores y ricos bohemios; y ellos instruirán a los ricos inteligentes”, le recomienda Huxley. Todos le advierten de la imprescindible discreción para no atraer las iras de los custodios de la ortodoxia.

Con la ayuda de su amiga Mary Pinchot Meyer –acaudalada pintora, influyente amante de John Kennedy, íntima de Jackie, y ex esposa de un importante agente de la CIA, asesinada en extrañas circunstancias el doce de octubre de 1964, once meses después del óbito del Presidente-, y del símbolo de la Beat Generation Allen Ginsberg, comienza la revolución neurológica, adiestrando y “enchufando” a estadounidenses poderosos para generar una corriente de opinión favorable al “consumo inteligente de drogas”.  

Sin embargo, adulado por su emergente fama, obvia la segunda parte de la admonición, convirtiéndose en presencia celebrada en los medios de comunicación –Playboy inclusive- y en las más glamurosas reuniones de la jet set. Sus multitudinarias conferencias son ceremonias incendiarias donde repudia con firmeza, en un tono evangelizador que enerva a sus congéneres, el  conductismo imperante en pro de su estrambótico método.

Lejos de languidecer tras su previsible expulsión, unida a la de su colega Richard Alpert,  de Harvard, durante la primavera de 1963 –por mor de las envidias internas y de las quejas paternas ante la conducta errática de  alguno de sus  hijos–, crea la IFIF –International Federation for Internal Freedom–, reeditando el singular “Campamento Educativo de Verano” celebrado un año antes en el pequeño y apartado pueblo de Zihuatanejo-México, todo un Shangri-La epicúreo al que denomina “Hotel Nirvana”, donde sus variopintos huéspedes –desde un rabino, a estudiantes de posgrado, el “contingente de Hollywood” o su acaudalada compañera Peggy Hitchcock– saborean el estío embriagados de LSD, meditación y veladas guitarreras a la luz de las velas, hasta que la enorme presión ejercida por el gobierno  estadounidense les hace ser deportados apenas transcurrido un mes. 

Saberse en el punto de mira del establishment, no genera en él la más mínima turbación. Con la enorme mansión de sesenta y cuatro habitaciones de los Hitchcock en Millbrook –a las afueras de Nueva York–, convertida en refugio fantasmagórico de estrellas –como el trompetista Maynard Ferguson, el director Otto Preminger  o John Lennon–, aristócratas, biólogos de Yale o santones indios, se acentúa su rol chamánico: Él es quien mejor prepara los entornos;  quien lidera la homilía con fragmentos poéticos elegidos con esmero al son de las melodías de Mozart o Bach; quien guía con su carisma al resto a la unión espiritual.

Pero los ya comprobados efectos afrodisíacos del LSD, amalgamados con el hedonismo  imperante, difuminan definitivamente la frontera entre investigación y desmadre, alentando el constante espionaje de la CIA. Como relata en su biografía G. Gordon Liddy, ayudante del fiscal –condenado tiempo después por el Watergate–, y artífice de la emboscada que puso fin al templo del ácido lisérgico: “Se denunciaban fugaces atisbos de personas paseando desnudas. A los miedos a la demencia provocada por drogas se unía el del embarazo inducido por porros. Se decía que en la guarida de Leary las bragas volaban más rápido que el ácido”.

Mientras Timothy imparte su controvertido magisterio, otro movimiento menos ceremonioso va tomando forma en la Costa Oeste en pro del LSD. Son los Merry Pranksters –los “Alegres Bromistas”– del escritor Ken Kesey, quien, apenas publicada su exitosa novela One Flew Over The Cuckoo´s Nest, funda este grupo de traviesos juerguistas que se desplaza de pueblo en pueblo, desde California a Nueva York, en un estrafalario autobús escolar multicolor conducido por el irreverente miembro de la Beat Generation Neal Cassady, rezumando rock and roll y diversión con sus “acid tests”, que no eran sino jolgorios orgiásticos en los que suministraban la droga a cuantos quisieran “volar”. Un peculiar altruismo incomprendido por el FBI. 

En el fondo creían seguir el sendero trazado por los pioneros: desde William Blake –“The road of excess leads to the palace of wisdom”- a Arthur Rimbaud (1854-1891) –“El poeta se convierte en vidente a través de un largo prodigioso y racional desorden de los sentidos”. 

Silenciada la liturgia de Millbrook, su sumo sacerdote decide poner tierra de por medio y marchar a México para escribir sus memorias. Sin embargo, una nueva asechanza se interpondría en sus planes, al ser aprisionado en la frontera, junto a sus acompañantes –su  esposa Rosemary y sus hijos Jack y Susan– por la posesión de unos exiguos quince gramos de marihuana, que nunca aceptó como suyos y que originarían una ulterior e irracional pena de  treinta años de presidio. Ya no había duda: iban a por él.

Sin embargo, a esas alturas ya es un insurrecto incorregible. Pese al clima de enorme tensión existente tras las muertes de Martin Luther King –el 4 de abril de 1968- y Robert Kennedy –el 6 de junio-, que le lleva a refugiarse entre coyotes y serpientes, en el retiro bucólico de sus seguidores, los bohemios traficantes de la “Brotherhood of the Eternal Love”, en las montañas  de San Jacinto, al Sur de California, y a su inquieta situación, continúa con sus temerarias apologías en auditorios abarrotados, y, en cuanto logra su absolución por el Tribunal Supremo, deja a todos atónitos al anunciar sonriente sus planes de futuro: “Voy a ser el próximo gobernador de California. Vamos a “colocar” a todo el Estado. Ya no habrá ningún pretexto para que los californianos no estén exultantes, felices y sonrientes”.

“Era un fanfarrón, un ególatra fanfarrón” –Recuerda muchos años después entre risas su entonces esposa Rosemary en el documental Timothy Leary: The Man who Turned on America.

Invitado posteriormente por sus queridos John Lennon y Yoko Ono a la famosa encamada en Montreal (bed-in for peace) el veintinueve de mayo de 1969, donde cantan por la paz mundial Give Peace a Chance, el Beatle se compromete a componerle una canción para su campaña, basada en el eslogan ideado por Leary Come together, join the party

Frustradas sus aspiraciones de derrotar al otro candidato –Ronald Reagan- por una nueva condena a diez años de cárcel, basada en un simple ardid –en los albores de su mandato y en plena cruzada contra las drogas, Nixon quiso dejar fuera de combate al estandarte que más las defendía–, se queda pasmado al escuchar por la radio, ya desde su celda, la anunciada nueva canción de The Beatles, Come Together, versión mejorada del tema que debía catapultarle al triunfo. ”Yo soy un sastre y tú un cliente que encargó un traje y nunca volvió a buscarlo”, fue la genial respuesta de Lennon ante su leve queja. 

Empezaba entonces un calvario penitenciario que le conduciría a ocupar nada menos que cuarenta cárceles en cuatro continentes, con una rocambolesca fuga ayudado por los Weathermen –tribu guerrillera antisistema-, después de siete meses enjaulado, reptando por el cableado de un poste de teléfonos, de por medio; tras la que acabaría prácticamente secuestrado en Argelia, junto a su esposa Rosemary, por Eldridge Cleaver y sus  Black Panthers, –singular grupo paramilitar que aspiraba a derrocar violentamente al gobierno norteamericano–. Curioso cómo les define su transitorio rehén: “Tenían talla heroica y podían afirmar que eran los negros más malos y locos del mundo, pero Eldridge y pandilla pronto se revelaron como cinco jóvenes confusos, asustados e incultos que se habían pasado la mayor parte de su vida en la cárcel o camino de ella”.  

Finalmente consigue huir de sus teóricos protectores para terminar como ocioso invitado de un conocido playboy y traficante de armas, en Suiza, donde frecuenta los círculos más exclusivos. Allí conoce al,  también fugitivo, Roman Polanski; se divierte con Keith Richards y su novia  Anita Pallenberg, mientras los  Rolling Stones  graban Exile on Main Street;  y se entrevista con Albert Hofmann –inventor del LSD en 1943 y el primero que apreció sus efectos curativos (quede como dato que vivió la friolera de ciento dos años)-.

Ilustrativa la reseña que Hofmann plasmó sobre ese encuentro:”El Dr. Leary me pareció un personaje encantador, convencido de su misión, que defendía sus opiniones con humor, pero sin dar su brazo a torcer; un hombre encumbrado en nubes cargadas de fe en los efectos portentosos de las drogas psicodélicas y en el optimismo que de ellas resulta, y, por tanto, con tendencia a subestimar y soslayar las dificultades prácticas y los riesgos. También daba muestras de despreocupación respecto de los peligros concernientes a su persona, como su posterior trayectoria demostraría”.

Después de un paso fugaz por Lausana y Viena, es detenido y extraditado en Kabul-Afganistán, tras veintiocho meses huido, comenzando un largo peregrinar de casi tres años por numerosas prisiones americanas –en una de las cuales tendría como convecino y compañero de charlas al    sanguinario Charles Manson-, hasta su “sospechosa” liberación en 1975. 

Su última etapa transcurre en Hollywood, donde ejerce como orador y cotizado polemista televisivo, publicando siete nuevos libros, hasta su muerte en 1996, a los setenta y cinco años. Su fiel admiradora, la actriz Susan Sarandon, le recuerda todavía con cariño: “Podías verle de la mano de veinteañeras fabulosas y era el alma de cualquier fiesta”.

Turn on, tune in and drop ut –enciéndete, sintonízate y sal-  pronunció el 14 de enero de 1967 ante miles de jóvenes enfervorizados en el Human Be-In de San Francisco, preludio del denominado “Summer of Love”. Leary pagó un duro precio por ser diferente, pero encajó los duros golpes del destino –no sólo los años de cárcel, sino la terrible muerte de su hija Susan, que se ahorcó en 1990 en la celda que ocupaba por haber disparado a su novio mientras dormía-,  sin renunciar nunca a su esencia.   

¿Somos realmente libres? ¿Hasta qué punto no somos sino el resultado del adiestramiento borreguil  de una colectividad que hostiga al ácrata y bendice al sumiso? 

Allen Ginsberg, Ken Kesey, John Lennon o Timothy Leary se negaron a ser uno más del rebaño y, no sólo rechazaron el materialismo, puritanismo y resto de valores imperantes o  clamaron contra una guerra, la de Vietnam, tan inútil como todas ellas , sino  que buscaron incesantemente la utopía, la felicidad permanente, un modo diferente de cohabitar con el prójimo. Como diría el jovial gurú: “Quisimos  crear un cielo en la tierra”.

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