El reciente óbito del gran mito del motociclismo Ángel Nieto, las lágrimas, el reconocimiento sincero de miles de aficionados y competidores crecidos bajo su influjo, vuelve a poner sobre el tapete la inigualable grandeza del deporte, el enorme impacto del campeón en las vidas de quienes sintieron como suyos sus triunfos, de quienes contemplaron con la más cercana devoción sus proezas.
El del 99 no fue un verano baloncestístico cualquiera. Un grupo de insolentes amotinados derribaba la hasta entonces infranqueable barrera hacia la cumbre, anunciando con su oro en el Mundial Junior de Lisboa el inicio de una nueva era; un tiempo en el que los sueños se convertían en realidad y sólo el cielo esbozaba el límite.
Impresionados por su irreverente espíritu, nos convertimos en apasionados partícipes de sus carreras. Sonreímos con los destellos de Raül López, elegido en la primera ronda del Draft de 2001 con el número veinticuatro por delante de Tony Parker, y lamentamos, como una herida en nuestras carnes, cada una de las lesiones que cercenarían su destino; y admiramos los tenaces progresos de José Manuel Calderón o Felipe Reyes.
Pero pronto comprendimos que el éxito con mayúsculas, las gestas que permanecerían en nuestras retinas, vendrían principalmente por la mágica conjunción de dos líderes mayestáticos: Pau Gasol y Juan Carlos Navarro.
Un mundial el imborrable de Japón, tres medallas olímpicas ; una aventura eterna protagonizada por un grupo de amigos que, guiados por la pareja dorada, ganaba divirtiéndose; y retaba con desparpajo a los mismísimos Kobe Bryant o Lebron James.
La emotiva forja de una inquebrantable amistad. Dos vidas asombrosamente paralelas con diferente ritmo de gestación. De puntillas y con todo por demostrar llegaba en 1997 un prometedor Pau Gasol al equipo Junior barcelonista, donde Juan Carlos Navarro era el incontestable rey, la gran esperanza del baloncesto azulgrana.
Mientras Juan Carlos ascendía rápidamente, Pau crecía con la pausa de quien sabe que el futuro le pertenece.
La historia es sobradamente conocida: la espantada del entonces pivot estrella hoy DJ de house music Rony Seikaly, propicia la eclosión hacia la NBA en 2001 del entonces enjuto alero de 2,15; a la par que el estilo ácrata de su colega chocaba contra la rigidez del maestro Aíto García Reneses.
Dos genios separados por la ambición la ilimitada de un Pau Gasol que conquistaría el mundo, mientras su compinche permanecía en Barcelona desoyendo la llamada del firmamento, y unidos por el embrujo estival: un hechizo que les aglutinaba cada verano con su pícara pandilla de la selección para cometer nuevas travesuras.
Su coincidencia durante la temporada 2007-2008 en los Grizzlies de Memphis cuando Navarro se atreve por fin a cruzar el charco, aparece ahora como un capítulo inconcluso, una oportunidad perdida: la de Juan Carlos de triunfar en la NBA llegó tarde, sin el imprescindible bombo y al lugar equivocado.
El pasado domingo Juan Carlos Navarro decía adiós, con una medalla de bronce al cuello y zarandeado y vitoreado por sus compañeros, a casi dos décadas vistiendo la camiseta de la selección española; compartiendo pista y podio por última vez con Pau Gasol.
Es una obviedad que se encuentra muy lejos de sus mejores prestaciones y que -como otros deportistas tal vez no haya elegido con acierto el compás de su retirada tanto de la selección, como su venidera del Barça. Sus últimas temporadas han sido un permanente querer y no poder, mermado por constantes lesiones.
Pero, llegado el momento de la despedida, cuando cesa el chirrido de las botas sobre el parqué, queda el legado, las emociones generadas, la reminiscencia de miles de seguidores pegados a una pantalla para ver las canastas imposibles de su ídolo.
En una sociedad que promueve individuos convencionales y moldeables y se escandaliza ante quienes se atreven a ser diferentes, Navarro representa el éxito de la audacia; la victoria del chaval avispado pero escuálido que, desoyendo los aleccionamientos recibidos, dribla ágilmente entre una nube de defensores que le doblan en tamaño y, en su sincrónico vuelo hacia el aro, eleva con maestría el balón, en un gesto técnico de máxima dificultad, hasta colocarlo a una distancia inalcanzable para el intento de tapón del gigantesco pivot rival. Sus inimitables bombas.
La suya es una historia de osadía, de crecimiento deportivo, de desafío a los retos más elevados; pero también es una historia de amistad, de sentimientos, de unión fraternal con los congéneres de su generación para romper todos los moldes.
Sus primeros veinte minutos ante EE.UU en la final olímpica de 2012 componen una de las más bellas sinfonías del más puro baloncesto ofensivo: el que no se aprende en ningún clinic, porque se lleva en la sangre.
Eso es lo que verdaderamente quedará, junto a su inusual humildad a la hora de afrontar el declive. Quizás no tenga ya un lugar sobre la cancha de juego, pero siempre lo tendrá en nuestro recuerdo.
Hasta siempre Juanqui.