El barrio Mariche se resiste: habitantes siguen en las calles

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En mi casa la mayoría de los integrantes son adultos mayores, por lo que era de esperarse que mi hermana y yo, de 27 y 35 años de edad, respectivamente, fuéramos los “tributos” elegidos, como en la película “Los Juegos del Hambre”. Somos las primeras en salir a la calle cuando escasea algún bien indispensable.

La de hoy sería mi tercera salida desde que mi cuarentena social comenzara el viernes 13 de marzo, con el anuncio de los dos primeros casos confirmados de contagio por coronavirus COVID-19. Esta vez hacía falta gas doméstico. Las dos oportunidades anteriores fueron una para visitar una farmacia y la otra para reabastecer la despensa de alimentos perecederos. Sin embargo, en esta ocasión mi mamá, de 52 años de edad, decidió salir. Estaba aburrida y quería ver gente.

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Cuando el país comienza una segunda semana en cuarentena, las restricciones en las urbanizaciones son cada vez más estrictas, lo que no pareciera ser igual en los sectores populares. A eso de las 10:30 de la mañana el paso por la autopista Francisco Fajardo, hacia el Distribuidor Metropolitano, estaba libre.

Una alcabala con dos funcionarios de la Policía Nacional Bolivariana (PNB) a la altura del estacionamiento del Parque Generalísimo Francisco de Miranda (Parque del Este) solo saludaban a los conductores y acompañantes, mirando por encima para chequear el uso del tapabocas.

Pocos vehículos transitaban por esa vía, la mayoría eran camiones. Un tramo que generalmente está congestionado hoy estaba solitario. “Ni en diciembre se ve la autopista así”, dijo mi mamá mientras rodábamos hacia Mariche, en busca de una bombona de gas.

Desde la misma arteria vial pude lanzar una mirada rápida a una zona de Petare, donde colinda con el Metrocable, para observar uno que otro adulto caminando por la vía cargando bolsas y maletines, pero no muchas.

 

 

Más adelante, en la segunda alcabala los funcionarios de la PNB sí habían restringido el acceso a los vehículos que quisieran usar la avenida Boyacá, conocida como la Cota Mil. Nuestro destino era más hacia el este, así que continuamos.

Superada la curva que lleva hacia la autopista, en la primera estación de servicios “abierta” en el camino un militar, al que solo se le podían ver los ojos, alzó su mano derecha e hizo una señal negativa: No hay gasolina.

Es la primera vez desde mis años de estudiante en la Universidad Santa María que veía cerrado el portón del hotel de alta rotación, cercano a mi alma mater. El trayecto de hasta Mariche también lucía solo.

A pocos metros de la entrada, cerca del relleno sanitario y la bajada que comunica a esa comunidad con Petare, las personas acatan a medias o a conveniencia las medidas de prevención. Abuelitos y niños estaban fuera de sus casas, sin tapabocas ni guantes. Expuestos y vulnerables.

Más adelante, el acceso hacia Lomas del Ávila estaba completamente cerrado y la vía de dos canales para ingresar a Mariche, parcialmente restringido. Dos militares y dos PNB sostenían una cinta amarilla, en la que se podía leer “PELIGRO” de extremo a extremo. Eran los que dejaban pasar a discreción una selección de 5 a 10 carros, turnando el paso a los que bajaban o subían.   

Una vez en el sector, el esposo de mi mamá, quien manejaba el auto, dijo: “A la derecha está el ambulatorio”. En un espacio no mayor a 8 metros se aglomeraban unas 20 personas, todas ignorando la distancia prudencial que debía existir entre ellas.

Había mujeres cargando y amamantando a sus bebés. También un hombre en muletas con una herida abierta y expuesta, así como unos seis uniformados, entre milicianos y guardias nacionales, con tapabocas improvisados. De resto, eran pocos los que usaban mascarilla.

En el barrio Mariche se vive otra realidad a la que yo veo desde mi apartamento en Sebucán. Niños jugando metras en plena vía, hombres de unos 40 o 50 años de edad sentados en el muro de los comercios tomando cerveza y hablando con los vecinos, mujeres caminando con bolsas en mano o cargando en brazos a sus hijos.

El regreso sí fue tortuoso. Una cola de unos 45 minutos en un tramo de menos de un kilómetro. Sirenas de ambulancias, cornetas de vehículos particulares y el rechinar de los cauchos de las motos al frenar colmaban el ambiente. Uno de los militares, con la cinta de peligro en manos decidía, a quién dejar pasar. Su compañero leía detalladamente cuanto carnet y carta le mostraban las personas que hacían uso de su salvoconducto.

Nuevamente en el Distribuidor Metropolitano, a unos cinco minutos de casa, otros tres funcionarios de la PNB obstaculizaban el tránsito. Igual que en el tramo anterior, cornetas y sirenas hicieron pesado el ambiente. Un par de hombres bajaron de su carro para hablar con los uniformados.  La mayoría solo sacaba la mano por la ventana y exhibía un papel.

“Buenas tardes, ciudadanos. ¿Hacia dónde se dirigen?”, preguntó el policía. “Hacia Sebucán”, dijimos desde el interior del carro. “Debe retornar y hacer el recorrido por las calles internas del municipio. La autopista y la Cota Mil están bloqueadas, solo se le permite el acceso al personal autorizado”, detalló el oficial.

De regreso por la avenida Rómulo Gallegos, las personas aguardaban en las aceras a que pasara el transporte público. El flujo de vehículos era como el de un sábado por la mañana. Unas cuantas personas caminando con tapabocas mientras paseaban a sus perros o comprando en las distintas panaderías.

No se veía colas en los establecimientos, las personas respetaban las distancias y normas de prevención recomendadas por la Organización Mundial de la Salud (OMS). Claro, esa es la realidad en la urbanización.

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