La paz de Colombia es por fin una esperanza indudable pero fácil de quebrarse. Fue pactada contra todo pronóstico y es de cumplimiento obligatorio, pero el terrorismo volvió contra ella provisto de nuevas fuerzas con el propósito de tratar de hacerla trizas y apoderarse otra vez del país.
El terrorismo, la expresión más vil de la cobardía, lo introdujo en grande a Colombia en los años 80 el Cartel de Medellín cuando entonces aglutinaba a todas las organizaciones del narcotráfico que luego habrían de rivalizar entre ellas. Paralizó de miedo al país desintegrando edificios, aviones y vías públicas. Y cuando la sociedad, mal que bien, intentó hacerle frente, sobrevino el género criminal del magnicidio con el objeto de apagar las voces que se resistieron al narcotráfico y a las fuerzas armadas irregulares de la extrema derecha.
Las guerrillas respondieron con las mismas tácticas y desde entonces se cuentan por cientos de miles las víctimas inocentes. El estado de guerra y de angustia consiguiente en que permaneció la sociedad se convirtieron para una clase especial minoritaria en una forma de vida que le deja sacar en impunidad absoluta todo tipo de provechos sobre la base de una legislación draconiana de guerra y privilegios. Durante décadas, la riqueza nacional se ha ido a los bolsillos de quienes prometen enfrentar la violencia. Para ellos existe pleno derecho a consumar las peores aberraciones humanas en nombre de la seguridad. Por eso ha sido tan difícil escalar la vara de espinas venenosas que finalmente tras 50 años de guerra civil le permitió al presidente Juan Manuel Santos pactar la paz con las Farc, lo que habría sido imposible sin los valerosos esfuerzos fracasados que hicieron durante los últimos 30 años algunos de sus antecesores, como Belisario Betancur y Andrés Pastrana, principalmente.
El afianzamiento de la paz, que se ofrece lento y lleno de impedimentos, resultará imposible si Colombia no doblega a quienes solamente saben vivir y lucrarse de la violencia y la impunidad que les proporciona. Desde las recientes firmas de los acuerdos de paz con las Farc en Cartagena y Bogotá, el narcotráfico y la extrema derecha no han economizado esfuerzos legales, ilegales y de propaganda negra para intentar regresar al país a la turbación constante, de la que siempre han sacado utilidad. En el referendo que intentó avalar los pactos mediante el voto popular, el NO ganó con una campaña fraudulenta, científicamente calculada, de mentiras y falsedades, tales como que la paz no era otra cosa que un artilugio para volver homosexuales a todos los niños de Colombia por medio de una estrategia perversa que dieron en llamar ideología de género. En marzo pasado, el aparato de propaganda de la extrema derecha y el narcotráfico estuvo a punto de convencer al país de que la avalancha invernal que arrasó una parte de la ciudad de Mocoa, capital del departamento amazónico de Putumayo, fue, en realidad, consecuencia de una serie de explosiones dinamiteras de las Farc, que nunca existieron, de acuerdo con declaraciones terroríficas y falsas del senador Daniel Cabrales, del partido ultraderechista Centro Democrático.
La idea de la paz causa tal indignación entre la extrema derecha que el ex procurador Alejandro Ordóñez, franquista y neonazi confeso (sostiene que El Holocausto de seis millones de judíos no existió), avisó a gritos, durante una manifestación pública, que, en represalia por haber pactado el fin de la guerra en Colombia, vamos a sacar a patadas al presidente Santos. Durante la reciente convención del Centro Democrático, Fernando Londoño, condenado disciplinariamente por corrupción y portavoz e ideólogo de la derecha radical, rompió un documento que decía ser el acuerdo de paz con la Farc y vociferó, poseído por la indignación y el apetito de venganza: Hay que hacer trizas este maldito papel.
Álvaro Uribe, jefe de todos ellos, hace dos semanas dio un discurso en un foro menor en Atenas en el que dijo: Todos los gobiernos progresistas de América Latina deberían romper relaciones diplomáticas con Colombia como consecuencia de la paz pactada con las Farc y un estado de envilecimiento económico inventado por él. El escritor Gustavo Bolívar, lo increpó: ¿De cuál Colombia habló mal Uribe, la de falsos positivos, narcos haciéndose pasar por paras, chuzadas y masacres (características de su propio gobierno) o la Colombia que construye la paz?.
El paso sábado 17 de junio, víspera del Día del Padre, explotó una bomba en los servicios sanitarios femeninos del segundo piso del emblemático Centro Comercial Andino, de Bogotá, y les ocasionó la muerte a tres mujeres. En la memoria popular despertaron los recuerdos del narcoterrorismo: cuerpos mutilados, humo y gritos de dolor; pánico del público en estampida, sirenas de ambulancias, cierre policial de vías aledañas, rumores y gestos de espanto ante la atrocidad. Es un golpe a la paz, calculado para producir pavor y despertar odio. Para menoscabar aún más la popularidad caída del Presidente Santos que se jugó todo su capital político para entregarle a quien lo suceda un país pacificado el 7 de agosto de 2018.
El terrorismo volvió por sus fueros en Colombia y es probable que, como ya lo ha hecho, ahora esté preparando de nuevo uno o más magnicidios con el fin de doblegar al país en las próximas elecciones. ¿Quien está detrás de todo esto? Una buena manera de encontrarlo la escribió Michel de Montaigne: El cobarde sólo amenaza cuando cree que está a salvo.