El debate presidencial y el debate de panadería

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Todos sabemos que un debate es un proceso mediante el cual dos o más personas expresan sus ideas —da igual si de forma argumentativa o no, de hecho, si es de forma no argumentativa, tiene más valor—, que tiene como objetivo llegar a ningún lado. Si a esto le sumamos que el debate tiene el epíteto de “presidencial”, la probabilidad de que se llegue más rápido a ningún lado aumenta considerablemente. Es decir, un debate presidencial es la distancia más corta entre la pretensión de algo y la seguridad de nada.

Apuesto a que muchos nos preparamos ese martes como lo haríamos para ver la final del súper tazón —una señal de que estamos creciendo o de que necesitamos cambiar de terapeuta—, con refresco y palomitas de maíz para ver cómo dos hombres, candidatos a liderar una de las naciones más poderosas del mundo, llegan a ninguna parte. Pero lo que vimos el martes entre Donald Trump y Joe Biden no tiene perdón divino, ni mundano.

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He visto mejores discusiones entre dos jubilados en la barra de una panadería, mientras se comen un cachito de jamón y se beben un café con leche, y arguyen con plena seguridad el por qué deberíamos llevar los interiores por fuera de los pantalones y cómo el gobierno nos lo está impidiendo. Al menos estos dos señores son entretenidos, porque, entre tanto y tanto, te van contando una anécdota o los datos de un artículo de dudosa procedencia que revisaron en una página de internet o en un vídeo de YouTube. Con Trump y Biden no vimos eso. Vimos a dos señores, uno con exceso de bronceado y el otro con exceso de blanqueado, que tenían un déficit de datos, de anécdotas, de propuestas, de insultos.

Para no decir nada hay que tener talento. Hay que tener un dominio de la retórica de tal forma que envuelvas a tu oponente o interlocutor en una vorágine de palabras, falacias y frases, que lo lleven hacia el desenlace anodino que tanto espera, porque, eso sí, cuando alguien se enfrenta a un debate, sabe que al final no llegará a ningún lugar, pero espera que lo lleves por el camino entretenido y, al final, con suerte, te dé las gracias. Algo que saben muy bien los filósofos de panadería.

Trump y Biden, en cambio, no honraron ningún principio de entretenimiento en el debate. Trump se encargó de interrumpir a cada segundo, sabotear al otro y a sí mismo, golpear bajo haciendo alusión a los problemas con drogas del hijo de su adversario, pelearse con el moderador, Chris Wallace, y silenciarse cuando le convenía. Un ejercicio de cobardía monumental. Por su parte, Biden hizo lo propio, sonriendo aburridamente para contestar, verbalizando poco para proponer, pero con verborrea para quejarse del otro y desaprovechando momentos para desencajar a Trump, que pudieron ser oro para la prensa y los medios digitales.

Dimes y diretes que no habríamos de agradecer y que solo dejan al descubierto que los dos candidatos presidenciales no tienen talento ni siquiera para decir nada. No pusieron sobre la mesa ni un solo dato falso, ¡ni uno solo!, algo indispensable en una discusión de panadería. Qué sería de esas discusiones sin ninguna teoría conspirativa, sin ningún “sobrino del hijo del cuñado”, sin ningún “me lo enviaron en el grupo del WhatsApp”, sin ningún “yo era amigo del presidente” o ningún “nos están vigilando a todos”. Aseveraciones que todos los presentes reconocemos como admirables, pues se esgrimen sin ningún tapujo y sin ninguna vergüenza y con total seguridad de lo que se está hablando.

En el debate presidencial no hubo nada de eso. No hubo ninguna noticia falsa, ninguna cifra trucada o maquillaje de realidades. Algo que los medios no pueden perdonar, porque se habían gastado una buena parte de dinero en producción para los fact checking, o verificadores de oficio, que no pudieron lucirse. Decenas de canales dispuestos desde tempranas horas, qué digo yo tempranas horas, semanas antes, a escuchar una sarta de mentiras —porque, como dije antes, en un debate eso es lo que uno espera escuchar: mentiras, pero mentiras bien contadas— fueron desilusionados en su hambre por ser engañados y quedaron con las manos vacías.

Así que, más le vale a ese par de candidatos dar un buen espectáculo para el próximo debate, un show intrascendente, pero con caballerosidad. Queremos verlos hablar por una hora sobre cosas que no van a hacer, pero con espectacularidad. Algo que le dé a los diarios algo más que pena ajena o, de lo contrario, nos veremos en la necesidad de bajar a la panadería.

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