Luego de luchar contra el cáncer de páncreas, el jueves por la nochemurió, a los 70 años de edad, el escritor Armando Rojas Guardia. Él mismo había informado sobre su condición, la cual se complicó por la diabetes y una enfermedad pulmonar que padecía.
Rojas, quien en 2015 recibió una silla en la Academia Venezolana de la Lengua, estaba considerado como uno de los más importantes autores del país del siglo XX. Escribió tanto poemarios como ensayos, dejando para las generaciones futuras títulos como: Del mismo amor ardiendo (1979), Yo que supe de la vieja herida (1985), Poemas de Quebrada de la Virgen (1985), Hacia la noche viva (1989), La nada vigilante (1996), El esplendor y la espera (2000) y Patria y otros poemas (2008), además de los ensayos: El Dios de la intemperie (1985), El calidoscopio de Hermes (1989), Diario merideño (1991), El principio de incertidumbre (1994), Crónica de la memoria (1999) y La otra locura (2017). Toda su obra fue recogida en Obra poética (El otro, el mismo, 2004) y Obra completa. Ensayo (El otro, el mismo, 2006).
Entre las distinciones que recibió se encuentran el Premio de Poesía del Consejo Nacional de la Cultura de Venezuela (1986 y 1999) y el Premio de Ensayo de la Bienal Mariano Picón Salas (1997).Asimismo, en 2015 lo incorporaron como individuo de número de la Academia Venezolana de la Lengua.
Rojas Guardia nació en Caracas el 8 de septiembre de 1949 y se formó en filosofía en Venezuela, Colombia y Suiza. También tuvo formación jesuíta y, gracias a ella, sirvió durante muchos años en Nicaragua, donde formó parte de la Comunidad de Solentiname, dirigida por Ernesto Cardenal.
Patria es una de sus obras más importantes:
Alguna vez amamos, o dijimos amar,
la terquedad sombría de tu fuerza.
La voz del padre enronquecía
al evocar calabozos, muchedumbres,
hombres desnudos vadeando el pantano,
llanto de mujer, un hijo
y más arriba (dónde arriba?)
el trapo contumaz de una bandera.
Supimos, lenta y vagamente,
que lo imposible te buscaba
extraviándote los pies
-aquellos pies de Hilda obsesionaron
a mis ojos de niño: su corteza
terrosa, vegetal, desconcertada
sobre la pulitura del granito.
Tal vez una tarde, entre los campos,
la música te deletreó de pronto
al lado de algún bosque, una colina,
un lago triste que se te parece:
la misma terquedad al revelarte
ávida no precisamente de nosotros
(los efímeros, los quizá, los transeúntes)
sino de tu pátina absurda de grandeza
-esos sueños opulentos de la historia
que son más bien su horror, su pesadilla.
Ahora que te conoces vil, prostibularia,
porque tanta voluntad ecuestre
se apeó bajo el sol a regatear
y el héroe mercadeó con su bronce
y el oro solemne del sarcófago
adornó dentaduras, fijó réditos,
y no hay toga ni charretera ni sotana
que te oculten cuadrúpeda, obsequiosa
por treinta monedas ancestrales,
yo me atrevo a cubrir tu desnudez.
No es verdad que te vendiste. Tú anhelabas
dilapidarte brusca, totalmente:
un lujoso imposible.
Lo sabías,
siempre lo has sabido y como siempre
aras en el mar. Te concibieron
con voluntad precisa de fracaso.
Cómo afirmar, pasito, que hoy te quedas
en la dificultad de sonreírte
levantando los hombros, desganado,
y diciéndote con sorna, con ternura,
mañana sí tal vez. Quizá mañana…