El reformismo iraní

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Hasan Rohaní, el Presidente en funciones de Irán, uno de los vectores del acuerdo nuclear con Occidente que le ha devuelto parte del sosiego económico a su país, ha quedado reelecto en los comicios generales celebrado en esa nación hace un par de semanas.

Un esclarecido clérigo religioso con experiencia de gestión, el nombre de Rohaní es uno de los varios del escenario político local que protagoniza una especie de pulso por el control de la República Islámica, fundada por el ayatolah Ruhollah Jomeini en 1979. La tendencia aperturista, o pragmática, que pugna por la existencia mayores libertades y menos vetos de la doctrina religiosa dentro de la vida civil, y el nicho tradicional, conservador e islamista, que recoge el espíritu del desaparecido ayatolah, con mayoría entre los clérigos fundadores y tutores de este régimen político.

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 A los primeros pertenecen el propio Rohaní; Mohammed Jatamí, presidente del país a finales de los años 90, o el fallecido Akbar Rafsanyaní, otro de los padres de la Revolución, quién entre otras cosas fue Presidente del Consejo de Discernimiento de Interés del Estado. Al segundo, el Guía de la Revolución, Alí Jamenei, quién es el verdadero mandamás del país, y ocupa el cargo dejado por el Ayatollah Jomeini; la mayoría de los jerarcas del Consejo de Discernimiento, y el ex alcalde de Teherán y ex Presidente, Mahmmoud Ahmadinejad.

Aún cuando varias veces, no sin razón, ha sido retratado como un régimen siniestro y fanatizado, conjurado contra Occidente y la modernidad, e irremediable integrante de todas las listas de países que fomentan el terrorismo, la República Islámica Iraní ha construido, sin dudas, un interesante experimento político, con formas republicanas, matices culturales y tradición consultiva. Por tanto, se alimenta de una legitimidad más difícil de cuestionar, sobre todo si la comparamos con las estáticas tiranías medievales saudíes, o la brutal occidentalización impuesta ahí mismo por el propio Sha, Mohammed Reza Pavlevi, el tirano depuesto antes de la Revolución.

Los años del Sha consolidaron, dentro de las asimetrías entre lo urbano y lo rural, y las propias complejidades del país, una nítida clase profesional en Irán, que supo consumir cultura y emparentarse con novedades occidentales, dentro de un flujo migratorio con tradición. El cine iraní, por ejemplo, siempre ha sido, pese a la censura actual, un poderoso movimiento cultural, de los más notables de su entorno geográfico.

Depuesto el Sha, la islamización del país, llevada adelante,  con toda decisión, por los clérigos de la cuidad de Qom, uno de los epicentros del chíismo,  atendió particularidades de la vida iraní, e incorporó notables matices interpretativos, bastante más laxos que los existentes en otras sociedades islámicas. La normativa islámica es regla de estricto cumplimiento, pero coexiste con una cierta tradición intelectual occidental, presente en las ciudades, que resiste en silencio las imposiciones oficiales escuchando música occidental o dominios clandestinos de internet que están vetados.

Por otra parte, la Revolución Islámica diseñó una arquitectura de gobierno totalmente equidistante y corresponsable, que configura el retrato más perfecto de los que podríamos interpretar como una teocracia. De acuerdo a la Constitución, la soberanía de Irán reside en Dios.  Alí Jamenei, el Guía de la Revolución, ostenta un cargo vitalicio.  Los iraníes elijen,  cada cinco años, un Presidente y un Poder Legislativo, algo que no puede hacer, ni remotamente, un ciudadano sudanés, catarí o saudí, en unos comicios que suelen ser concurridos, en los cuales hay campañas electorales, tesis opuestas y debates televisados.

Los Presidentes electos, sin embargo, y el Parlamento, no son tan poderosos como podría suponerse, y tienen un estricto rayado en la cancha: el de la interpretación de las normas que hacen los ulemas iraníes, cuyo cumplimiento es obligatorio.        

La partida de naipes no tiene la limpieza de las claves occidentales: la casa, es decir, el estado islámico, pone las reglas. Los candidatos presidenciales deben estar aprobados por el Consejo de Discernimiento –uno de los varias instancias de fiscalización del Estado, integrados por ulemas estudiosos del Islam-, y los límites sobre la libertad de asociación, y la propia oferta electoral, son muy claros.

Los observadores internacionales atribuyen la nueva victoria de Rohaní a ese ansiedad contenida existente, que ya parece mayoritaria, respecto a las sanciones económicas internacionales y la sobre-reglamentación religiosa que con tanto empeño impulsó Ahmadinejad.

Queda atrás el traumático episodio de la segunda reelección de este  último, en 2009, una de las  verdaderas pruebas de la autoridad de la Revolución Islámica, cuando Mir Hossein Musaví, el candidato reformista de entonces, impugnó los comicios una vez derrotado, y generó una tormenta política con masivos motines callejeros, que produjeron una brutal reacción represiva del Estado y sus cuerpos de élite, los Pasdarán. Concluyeron con cientos de prisioneros y condenados a muerte, y el arresto domiciliario que el candidato derrotado todavía purga.

Entonces, muchos analistas hablaron de la grieta existente entre los clérigos iraníes que controlan los hilos del poder del país, y de la existencia de un malestar que había tocado fibras del alto gobierno, en virtud de las diferencias políticas y el estancamiento económico por las sanciones internacionales.  De la renuencia de ciertos sectores a escuchar la inconformidad que, probablemente, se está expresando de nuevo en estas elecciones en Irán.

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