Hasta finalmente llegar al hospital José Gregorio Hernández

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A veces hay temas de los que cuesta un poco más hablar, bien sea por desconocimiento o por la empatía que nos generan. Hoy me pidieron que les contara cómo fue que conocí la existencia del Hospital José Gregorio Hernández, ubicado en Caracas, bastante cerca del Panteón Nacional, y es que volver a escribir sobre una emergencia familiar es de esos temas que duelen, pero que podrían ayudar a quienes se encuentren en una situación similar.  

Hace poco más de dos meses, falleció por un ACV hemorrágico quien, a pesar de no serlo biológicamente, durante 36 años se comportó como mi padre. El hombre más importante de mi vida y de mi familia, pues en plena adolescencia le tocó asumir la paternidad de sus hermanos menores, luego que mi abuelo falleciera muy joven.

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Esta pérdida ha traído consecuencias, y es que, conforme al paso del tiempo, mi tía, su hermana menor, ha presentado una serie de complicaciones de salud que nos han mantenido en un constante ir y venir entre médicos, laboratorios, clínicas, hospitales y farmacias.

La mañana del lunes pasado fue el punto más alto de este recorrido. Tras una consulta que se suponía era de rutina con el cardiólogo, vino el anuncio. “Debe ser hospitalizada de emergencia. Necesita oxígeno y atención médica 24 horas. Si ella se va para la casa hoy, esta misma noche se nos puede ir”, fueron las palabras que detonaron el “corre-corre”.

Estando en la clínica, cuando enfermó de mi tío, pude conocer de primera mano historias de personas que llegaban por emergencia presentando insuficiencia respiratoria, la cual sin ningún estudio u observación previa era tomada como caso positivo de COVID-19 y el monto a cancelar para su ingreso iba de 9.000 a 15.000 dólares, dependiendo del centro de salud a donde llegara el paciente. Un monto imposible de pagar.

Ante ello, la opción de hospitalizar a mi tía en una clínica estaba completamente descartada, más aún cuando los fondos de la familia no se han estabilizado tras el gasto de la emergencia anterior. El médico sugirió llevarla a algún hospital, pero las opciones de que brindaran oxígeno eran pocas: Hospital Vargas, Domingo Luciani o Pérez Carreño.

“Te diría que la lleves al Hospitalito de Fuerte Tiuna, pero para entrar ahí necesitas palanca”, dijo. Lo que me hizo pensar: “Aquí vamos de nuevo a recorrer el tortuoso camino de ser una venezolana sin palanca”. Pues, conociendo algunas personas cercanas que habían sido atendidas anteriormente en el Hospital José María Vargas, decidimos iniciar ahí nuestro recorrido.

Llegamos a la puerta de emergencia a las 12 del mediodía aproximadamente. En el lugar había no menos de 50 personas en un espacio donde deberían estar máximo 20 guardando distancia por la pandemia. El respeto a la distancia no existía. Personas desmayadas, con crisis respiratorias, niños con extremidades rotas y expuestas, ancianos recostados de otro familiar también avanzado en edad sin poderse valer por sí mismos inundaban el lugar.

Entre ellos se peleaban por quién había llegado primero, cada vez que veían pasar a alguien vistiendo una bata, sin importar si se trataba de un médico, enfermero o camillero. “Si se pelean entre ustedes, no serán atendidos”, era la voz de orden que se escuchaba cada cierto tiempo. Aunque se calmaran los ánimos, tampoco eran atendidos. Pasaron casi cuatro horas y nosotras seguíamos ahí, procurando que no nos confundieran con los “revoltosos” para no ser castigadas y finalmente ser atendidas.

En medio de la espera, conversando nuevamente con el cardiólogo nos da una nueva opción: “También existe un hospitalito más pequeño que se llama Doctor José Gregorio Hernández, queda por ahí cerca, pero desconozco si está habilitado”. Siendo fiel devota del “médico de los pobres” pensé: “Esto debe ser una buena señal”.

Preguntando dimos con la dirección. Al final de lo que parecía ser una calle ciega y que podría asustar a los que no somos de la zona, está el pequeño centro asistencial, que aparentaba no estar contaminado con la locura del día a día. Un miliciano es quien te da paso al estacionamiento y una muchacha joven con uniforme del Seguro Social es la que te comunica con los médicos.

Aunque no fue del todo fácil lograr el ingreso de mi tía, pasó la noche bajo observación médica calificada y con la dosis de medicamentos y oxígeno que necesitaba para estabilizarse. Para ser recibida y atendida debíamos presentar una placa de tórax vigente, que pudimos sacar en Salud Chacao y gracias a la colaboración de los médicos del centro municipal, pues en las clínicas y centros de rayos x cercanos el monto superaba nuestras posibilidades; sin contar el tiempo de entrega de los resultados, que necesitábamos fuera inmediato.

Un par de récipes con medicamentos que no poseen los doctores en el hospital se sumaron a la solicitud anterior. Después de las largas horas en la puerta de emergencias del Vargas y la angustia contenida que vivimos ahí, he de confesar que la tranquilidad que se ve en las afueras del hospital José Gregorio Hernández brinda la confianza necesaria como familiar del paciente que será ingresado al centro asistencial.

No nos preguntaron la zona de residencia. No nos pidieron parcialidades políticas, tampoco hay mayor material alegórico, más allá del miliciano que te recibe en la entrada. Los pacientes fueron llegando y uno a uno fueron atendidos según sus necesidades y patologías. En un cubículo que es ocupado mayoritariamente por la cama clínica, que no cumple con sus funciones de subir o bajar por desperfecto, está siendo atendida mi tía y recordándonos que siempre hay que agradecer las bendiciones que se te van brindando en la vida, aunque parezcan pocas o pequeñas.

“Nunca falta Dios”, dijo mi tía en dos ocasiones el lunes. La primera, cuando una chica desconocida se ofreció a pagar por nosotras 990.000 bolívares por la placa de tórax en Salud Chacao, porque no aceptaban divisas y no contábamos con ese monto en moneda nacional. La segunda vez, cerca de las 7:30 de la noche, cuando finalmente fue atendida y le colocaron la mascarilla de oxígeno por la que tanto habíamos bregado durante el día.

Hoy que escribo esta crónica y recuerdo cada momento, cada llamada, cada conversación con doctores y conocidos. Lo confirmo: “Nunca falta Dios” ni José Gregorio Hernández.

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