Hasta siempre Kobe Bryant

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¿Puede una estrella desvanecerse? ¿Puede quien alcanzó la codiciada posteridad disiparse en una nube de demoledora mortalidad?

Con el deceso de Kobe Bryant emerge el ancestral arcano. No tenemos el más mínimo control sobre cuánto nos sucede. El destino puede metamorfosear en segundos el guion que la vida parezca habernos reservado.

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En el caso de Kobe el drama se agudiza por las circunstancias que rodean la tragedia. El simultaneo óbito de Gianna, la niña de sus ojos, de tan solo trece años —amén del de otras siete víctimas, entre ellas dos adolescentes— añade una sobredosis de extrema crueldad que nos deja sobrecogidos.

“Ser padre es mi mayor orgullo, mi mayor logro en este mundo”. Aunque lógicas son las remembranzas de su alteza, no perece sólo el laureado deportista, de longeva y exitosa trayectoria, sino el ser humano solidario con los menos favorecidos, el tenaz impulsor del baloncesto femenino con su Mamba Sports Academy, y sobre todo el padre jubiloso que posa exultante flanqueado por su esposa y sus cuatro hijas. Alguien bendecido por el aura de los elegidos, devastado por una fatalidad que destruye el relato de ensueño.

“El gen del baloncesto ha sido inoculado completamente en Gianna”. Kobe veía en ella una prolongación de sí mismo, de aquel púber insolente que con diecisiete años ingresó en la NBA dispuesto a comerse el mundo. “Sabes que puedo patearte el culo en un uno contra uno”, se atrevió a espetarle a su ídolo Michael Jordan, en un encuentro auspiciado por Phil Jackson para que su otrora pupilo convenciera a Kobe de las bondades de adoptar un juego más desprendido.

“Ahora que Kobe está criando varias hijas adolescentes, ríe pensando en lo difícil que debe haber sido para mí lidiar con él”. En su libro Eleven Rings, el Maestro Zen, que ya había tenido su doctorado en depuración de egos mayúsculos con Jordan, rememora el arduo, fragoso sendero hasta transformar a aquel novicio envarado, con una incorruptible seguridad en sí mismo, en un líder grupal.

En su afán por heredar el trono de Jordan, mimetizó sus gestos técnicos e incluso faciales hasta convertirse en el único que merece el estéril debate. Pero, a diferencia de su icono, Kobe no competía en realidad contra los demás, sino contra la altura inalcanzable de sus sueños de grandeza. Ese inconformismo congénito que, unido a su enorme talento e incansable deseo de superación, le llevaron a lo más alto.

Su alianza con Pau Gasol marca el pináculo de su ascensión: un magnificente capitán que genera un embrujo irresistible, que imbuye su obsesiva ansia de triunfo, su fervorosa entrega al baloncesto en mimbres tan erráticos como Lamar Odom o Metta World Peace.

Su adiós a las canchas mostró al Kobe familiar, al progenitor devoto que dedica horas y horas a enseñar a su hija los entresijos del deporte que adoran.  

“La gente le amó todavía más tras su retirada por el cariño que mostró hacia sus hijas y sus semejantes”, evoca emocionado su amigo desde la adolescencia Vince Carter.

Kobe recordaba con orgullo en una entrevista como cuando los aficionados se acercaban a él repitiéndole que debía tener un hijo que continuara su legado, su “mambacita” surgía como un resorte: “Yo soy el legado”.

La entrañable secuencia de ambos descalzos sobre el parqué, la pequeña aspirante manejando el esférico y puliendo detalles con su abducido papá, uno de los mejores jugadores de todos los tiempos, anega de lágrimas nuestro convulso cosmos, que apenas si puede detenerse para mostrar su aflicción ante la desaparición de uno de sus hijos predilectos.

Idéntica sonrisa encantadora. La misma determinación para consagrar su juventud a su incontrolable pasión. Gianna ya nunca jugará en las UConn Huskies de la NCAA —su mayor anhelo—, ni Kobe podrá contemplar conmovido su evolución, su crecimiento predestinado para arribar un día a la WNBA.

La insondable fragilidad de nuestro aliento. La inaceptable finitud de nuestro camino. Dos almas gemelas aunadas para siempre por un amor tan intenso que trasciende lo mundano.

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