Herman Hesse: la huella del lobo estepario

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“¿Somos realmente libres? ¿Hasta qué punto no somos sino el resultado del adiestramiento borreguil de una colectividad que hostiga al ácrata y bendice al sumiso?”.

Así concluía el artículo que hace un tiempo dediqué a Timothy Leary, gurú de la contracultura de los sesenta, mago iluminador de conciencias a través de alucinógenos, y sobre todo un tipo singular que hizo siempre lo que le dio la gana.

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Si alguien persiguió la respuesta, si alguien retrató con sagacidad al individuo y trató de arrancarle de ese entorno esclavizador al que llamamos sociedad, ese fue Hermann Hesse (1877-1962). 

Para el diseño de su paraíso psicotrópico Leary frecuentó a intelectuales de la talla de Allen Ginsberg, a músicos como John Lennon o a doctores vanguardistas, y adquirió una extraordinaria erudición, pero uno de sus grandes referentes fue el libro que un anacoreta escritor suizo-alemán, al que definió como “el timonel de la psicodelia”, había publicado mucho antes, allá en 1927: El lobo estepario.

Nacido en un pequeño pueblo de la Selva Negra alemana, en el seno de una familia pietista, la leyenda de Hesse es la del ácrata congénito, crecido entre desafíos a la cobarde superioridad de sus maestros, escapadas, castigos y numerosas expulsiones colegiales. Pendencias callejeras, intento de quema de un bosque, tentativa de suicidio, reclusión en un manicomio y finalmente huida.

Pero ese delirio ocasional fue el germen de una obra incorruptible y profunda, que le permitió económicamente habitar como quería, en su agreste y aislada villa en Montagnola-Suiza, apartado de una especie, la humana, en la que había dejado de creer.

“Así como la locura, en un grado superior, es el principio de toda ciencia, así es la esquizofrenia el principio de todo arte, de toda fantasía”.

Defensor a ultranza de una formación autodidacta, para que el sujeto adquiera su propia conciencia y no una moldeada por la educación tradicional, se instruyó obsesivamente a través de copiosas lecturas y viajes, y trató de aplicar toda esa sabiduría al conocimiento de sí mismo, en pos de ese equilibrio psicógeno que sólo con intermitencia logró a través de su escritura.

En sus novelas, “biografías del alma”, analiza introspectivamente al individuo, sus diferentes etapas, transformaciones y padecimientos en búsqueda de su esencia.

“Antes de una sesión de LSD leed El lobo estepario”, recomendaba Leary. El más icónico y autobiográfico de sus relatos, narra los desvaríos de Harry Haller, un ermitaño de cuarenta y siete años, tan alienado del mundo como de sí mismo, que lo ha perdido absolutamente todo y pervive sin ilusión, “solo, amado de nadie, al margen de todos los grupos sociales, mirado por muchos con desconfianza, en amargo y constante conflicto con la opinión pública y la moral”. 

Hesse refleja su proverbial rechazo hacia el burgués, ese ser obediente y acomodaticio, de conducta programada, que adquiere bienestar a costa del verdadero placer, comodidad a cambio de independencia, y que solo utiliza una minúscula parte de su potencial por pavor a explorar los miles de espíritus que le habitan.

Demoniza al artista sometido, a aquellos entregados abúlicamente a lo maquinal e insignificante, a la cárcel de lo cotidiano donde en lugar de vivir se subsiste. Y admira y envidia a quienes poseen el don para el juego de lo inane, para saborear la insignificancia del instante. Quienes tienen la pericia o inocencia para “estar por encima de todo y no importarles nada”.  

En la enloquecida psique de Harry luchan dos quiméricas criaturas: “el hombre, que representa todo lo espiritual, sublimado y cultivado y el lobo que simboliza todo lo instintivo, fiero y caótico”.   

Resulta conmovedor con que viveza describe el desgarro, el cruel rechazo que sufre quien osa distinguirse de la masa adocenada. Pocos personajes reflejan como Harry Haller, de siglas reveladoras, el tormento y aislamiento del genio emancipado, de quien por su excelencia percibe la cruda realidad sin filtros y no una tamizada por el establishment.

Hesse vivió sumido en un estado de continua ambivalencia. Buscó la quietud y refugio en su retiro suizo, hasta el punto de comunicarse con su esposa a través de pequeñas notas, y colocar a la entrada de su vivienda el cartel “Abstenerse visitantes” para ahuyentar a los curiosos; pero su perpetua necesidad de comunicación le llevó a acoger durante el régimen nazi a numerosos intelectuales asilados alemanes, y a contestar más de treinta y cinco mil cartas aconsejando a sus emisores.

Imbuido por esa misma contradicción, Harry odia a la burguesía —“Esta bien alimentada y próspera disciplina de todo lo mediocre, normal y corriente”—, pero sobre todo a sí mismo por no tener el arrojo de abandonar ese paisaje fariseo.

 En esa aterrorizada búsqueda de sí mismo —“el sendero hacia la inmortalidad” —, gana aspectos intangibles como espiritualidad y liberación, pero también notables dosis de incomprensión y desaliento. 

“Cuanto más te ha despertado la vida y te ha conducido hacia ti mismo, más ha ido aumentando tu miseria y tanto más hondamente te has sumido en pesares, temor y desesperanza”, le recuerda la bella cortesana María.

El protagonista sufre ante la efimeridad de lo sublime, de la melancolía y complacencia juveniles en contraste con los días adultos “que no traían dones agradables ni conmociones profundas“, pero cuando, tras el éxtasis de una noche de pasión, es alumbrado por vívidas e infantiles imágenes, comprende que la indestructibilidad del  recuerdo constituye el valor de nuestra existencia.

Sin ningún interés por el dinero, ni por las mercedes de la celebridad —ni siquiera recogió el Premio Nobel de Literatura otorgado en 1946 —, Hesse nunca pudo imaginar el gigantesco impacto internacional que su creación tendría a partir de su óbito.

Su religiosidad fuera de aquellas iglesias que “olían a poder y perdida de individualidad”, oposición a toda clase de autoridad, desapego por lo material y rechazo a una vida ordenada y convencional, anticiparon el ideario que varias décadas después abrazarían la fraternidad bohemia de la Beat Generation y el hippismo.

Para los devotos de los estados alterados de consciencia el universo alucinatorio del Teatro Mágico —alegoría de nuestra propia alma—  inducido por ese “líquido agridulce que sabía a algo desconocido y exótico”, no era sino la prefiguración del trance psicodélico.

Pese al tiempo transcurrido, su pensamiento visionario sigue en plena vigencia. Desazonado por la progresiva pérdida de valores, vaticinó un ser humano narcotizado por la tecnología y evadido de su fin. Por ello nunca tuvo radio, ni televisión —“despojarán a la música de su belleza sensual, pero no podrán matar por completo su espíritu” —.

Siempre contempló la irresoluble disarmonía del ser humano con el cosmos y la no asunción de su finitud, como el origen de todas sus desdichas.

Nada, ni siquiera el reconocimiento recibido, atenuó su insatisfacción, su brillante nihilismo: “Solo después de digerir toda la atrocidad o falta de sentido de la naturaleza podremos enfrentarnos a ella y arrancarle su significado. Es lo máximo y lo único de que es capaz el hombre. Todo lo demás lo hacen mejor los animales”.

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