La amistad entre enemigos es la paz

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No cabe ninguna vacilación respecto de que la paz –por obvio que resulte decirlo– únicamente se puede lograr entre enemigos. Es la primera idea a la que se llega sobre un encuentro, tenso y casi clandestino –pero ecuánime–, que acaba de tener lugar en Bogotá entre tres grandes hienas en retiro del paramilitarismo de extrema derecha y la cúpula sanguinaria de las recién desarmadas FARC, de extrema izquierda. La segunda idea que me surge es sobre el sentimiento intenso e imborrable causado por algo tan terrible y espantoso como la guerra y me lleva a cavilar acerca de cuántas muertes y otros horrores pesan sobre los excombatientes, desarmados y envilecidos, que se estrecharon las manos en ese encuentro, en el que, según supe, hubo visos de afectos personales y desinteresados, que parecieron fortalecerse con el trato directo entre ellos, con el exministro Álvaro Leyva Durán –el promotor– y el pacifista jesuita Francisco e Roux como únicos testigos. ¿Medio país destrozado durante 50 años de guerra y todo él hundido entre el odio, llevará a Colombia a imitar las buenas intenciones que animaron esa reunión? Vaya uno a saberlo. El caso es que mientras más devastadora, encarnizada, obstinada, sangrienta y demasiadamente triste haya sido la guerra, más entusiasma y es más valiosa la consecución de la paz.

En junio de 2003, en las montañas antioqueñas de San José de Nus, entrevisté al capitán de Ejército y jefe paramilitar Carlos Mauricio García Fernández, alias ‘Doble Cero’, jefe del Bloque Metro de las Autodefensas Unidas de Colombia. Estaba a la defensiva de ataques de su propia organización porque se negó a ponerse a las órdenes de un narcotraficante al que su jefe nacional, Carlos Castaño Gil, le había vendido su frente de guerra como si se tratara de un lote de ganado vacuno. Mientras el primer anillo de su escolta patrullaba con armas de guerra los alrededores de la casa en la que me recibió, él hablaba a rienda suelta frente a la grabadora de mano que puse sobre la mesa. Relató, íntegro, el plan que el antiguo líder paramilitar Fidel Castaño –su jefe entrañable– trató de poner en marcha en las montañas del departamento de Córdoba con el fin de consolidar allí una reforma agraria regional y para ello consultó personalmente a los jefes de los frentes de guerra de las FARC de la zona –con los que se reunió mediante la garantía de un canje de prisioneros por si algo salía mal– y se mostraron de acuerdo, siempre que, como único requisito, les mantuvieran abierto un corredor estratégico de movilidad para pasar a atacar a la policía y al ejército. En esas condiciones el proyecto fue imposible, dijo. Cuando terminó de correr el casete en el que estaba grabando debí parar para poner otro, en el que había una entrevista reciente. ‘Doble Cero’ oyó la voz cuando quise oír qué contenía y abrió los ojos.

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–Es ‘Simón Trinidad’ –adivinó agradado. Conocía perfectamente el tono de voz de ese jefe de las FARC.

–Sí, lo entrevisté en el Caguán –le expliqué.

–Déjeme oír la entrevista con él antes de que grabemos la mía encima –pidió, la siguió con profundo interés y tomó apuntes.

–¿Le interesan los argumentos de ‘Trinidad’?, le pregunté.

–Mucho. Es de los que más saben de temas agrarios.

En ese instante pensé que ambos podrían sentarse a conversar pacíficamente sobre los temas por los que se estaban matando, lo que ya no es posible: ‘Doble Cero está muerto (lo asesinó su jefe Carlos Castaño) y ‘Trinidad’ se pudre –muerto en vida– en una cárcel de Estados Unidos, en donde jamás le apagan las luces de su celda subterránea, nadie le habla y le está prohibido de manera terminante mirar a los ojos a sus custodios.

En la primera cárcel estadounidense en la que estuvo antes de ser condenado, ‘Trinidad’ coincidió con su paisano, pariente lejano y vecino de calle, amigo de infancia y luego enemigo a muerte, el paramilitar Rodrigo Tovar Popo, ‘Jorge 40’. Conversaban en las noches de una celda a otra, sin poder verse las caras. Los demás presos alguna vez oyeron en la oscuridad cuando ‘Trinidad’ se empecinó en disuadirlo de suicidarse por ahorcamiento y ‘40’ tiempo después le pidió a su abogado que fuera a comprarle a ‘Trinidad’ unas gafas para leer. Los cristalinos de ambos ojos se le habían vuelto rígidos y por ello llevaba años sin poder observar con claridad las formas y los objetos próximos. Estos fueron gestos de paz extemporáneos, desconocidos e irrelevantes para el país.

Deploro siempre la suerte de ‘Trinidad’, cuyo nombre verdadero es Ricardo Palmeras, compañero mío en la universidad Jorge Tadeo Lozano: estaba en la facultad de Economía y yo en la de Comunicación. Era célebre por su éxito con las mujeres y por pertenecer al círculo selecto de Andrés Pastrana, hijo del entonces presidente de la república, Misael Pastrana Borrero. En las noches de parranda ‘Trinidad’ pagaba las cuentas y al día siguiente Pastrana y sus amigos le reintegraban el dinero para cubrir la factura del banco. ¿Cuándo derivó todo eso en un torbellino demencial de sangre y plomo que segó millares de vidas humanas por todo el país?

En septiembre del año 2000 me tropecé con un capitán retirado del ejército, Jorge Óscar Buitrago, y con un jefe guerrillero –rendido– del Ejército Popular de Liberación, Guillermo Alberto Cuéllar, cuyo nombre de guerra fue ‘Comandante Mecas’. El primero carecía de una pierna que perdió al caer en un campo minado y el segundo sobrevivía con una fractura de cráneo sufrida por un balazo de fusil que recibió durante una emboscada que le hizo la Policía. Ambos se conocieron en una borrachera, cuando ya estaban lisiados. Las mutilaciones de cada uno de los dos los atrajo y formaron una empresa espontánea y de buena voluntad, “Fe Paz”, sin más responsables que ellos mismos, para arrimarle el hombro a los demás mutilados de la guerra civil y, en una conversación de muchas horas que mantuve con ambos en una oficina del ministerio de Comunicaciones, descubrieron que habían estado combatiendo el uno contra el otro en un enfrentamiento armado que duró un día entero en la zona de Catatumbo, en límites con Venezuela, con decenas de muertos. El capitán recordó que esa vez peleó con un fusil Galil, de fabricación israelí, y el guerrillero con un FAL, belga, que ya había sido usado en la guerra civil de Nicaragua.

–Óscar –me dijo Cuéllar– entró al Ejército porque quería ser un general y yo a la guerrilla porque quería ser un héroe.

Ellos dos, como ‘Trinidad’ y ‘Jorge 40’ en la cárcel de Estados Unidos donde se reencontraron, o los paramilitares y los líderes de las FARC que se reunieron hace pocos días en una casa de los jesuitas en Bogotá a instancias del exministro Álvaro Leyva y del cura de Roux, echaron sus vidas a perder en la guerra, así como las de millones de personas inocentes y ahora, todavía con esperanzas, son los únicos que conocen a carta cabal el real y efectivo valor en que se debe estimar la paz.

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