Los salvajes ochenta de American Psycho

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1987. Todavía palpita la estampa bañada en tonos pastel de Sonny Crocket y Ricardo Tubbs surcando la nocturnidad de Miami en su descapotable, abducidos por In the Air Tonight. Una plétora de encrespadas pelambreras se cimbrea sobre la pista al son de Billy Ocean. Y continúa el showtime de Magic Johnson en Los Angeles. La década del exceso y del cromatismo rehusaba, no quería, concluir.

“Vivo en el American Gardens Building, West 81st Street. Mi nombre es Patrick Bateman. Tengo veintisiete años. Me gusta cuidarme. Sigo una dieta equilibrada y una rigurosa rutina de ejercicios. Si por las mañanas me levanto con los ojos hinchados, me aplico una bolsa de hielo mientras hago mis abdominales”.

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Apuesto, sofisticado, graduado en Harvard, opulento, y fanático de la cultura pop, Patrick es la quintaesencia del ejecutivo triunfante: tiene un lujoso apartamento en una zona exclusiva, un puesto como bróker de fusiones y adquisiciones en Pierce & Pierce y cuantas sílfides pueda desear.

Sin embargo, tras esa máscara impoluta se esconde un peligroso perturbado. Un tipo que se ejercita como un poseso mientras al fondo su televisor proyecta cruentas imágenes de La matanza de Texas. Un sanguinolento ególatra cuya liturgia incluye el salvaje asesinato y desmembramiento, sin el menor pestañeo, de sus concubinas, tras deleitarse con Greatest Love of All de Whitney Houston, o el troceo a hachazos, en un rapto de envidia, de uno de sus atusados homólogos, mientras saborea Hip to Be Square de Huey Lewis and the News.

La escena inicial muestra la inexpresividad de Patrick, mientras la cámara se desliza por su lustrosa vivienda, un gélido santuario de boato y comodidades carente del menor atisbo de calor humano, metáfora del barniz de perfección que él y los de su jaez deben siempre lucir.

Por ello enuncia donde vive, antes siquiera de pronunciar su nombre. Sabe que, en ese mundo de vacuidad y ostentación, no importa quién eres, sino la tipografía de la tarjeta de presentación de cuánto posees.

Trajes de Valentino, camisas Cerruti y gafas Oliver Peoples. El mismo cabello engominado. Idéntica jactancia cuando almuerzan en sus restaurantes de lujo o trasiegan en los night clubs más chic, mientras suena True Faith de New Order. Renunciar a la individualidad para encajar en la élite. Las identidades se confunden porque en realidad no importan. Son lobos análogos en la selva del dinero. La prístina alegoría de un microcosmos sin sentimientos.

Con la misma edad que el protagonista, el novelista Bret Easton Ellis escandalizó al orbe en 1991, llevando el hedonismo ochentero hasta sus confines con su parodia del fariseo biotopo yuppie. La hiperbólica misoginia y la atrocidad descriptiva, como meros instrumentos para sublimar su sátira del capitalismo y del machismo más despiadados, causaron un enorme revuelo. Recibió amenazas de muerte y una fuerte oposición de asociaciones feministas. Una reseña del New York Times fue titulada “Destruye este libro”, y se prohibió su venta a menores en algunos países.

Mucho tuvo que ver en ello su brillantez para penetrar en la piel del personaje con una narración asilvestrada, en la que ambos parecen confluir en una única persona. “En muchos niveles yo era Patrick Bateman. Su rabia, su asco y su pasividad, proceden de lo que yo sentía en aquel tiempo. Es una novela sobre mi soledad, mi alienación, mi dolor, mi frustración por convertirme en un hombre dentro de una sociedad que me resultaba tan atractiva como repulsiva”.

Casi una década después Mary Harron –directora y a la vez guionista– tamiza con sutileza el relato y lo lleva a otra dimensión con una comedia negra, con aires de vodevil, que obvia los crímenes más crudos, enfatiza la censura conductual y acentúa la comicidad, difuminada en el libro por la brutalidad de algunos episodios.

Cuenta para ello con un ejecutor áureo: Christian Bale.

 “Tengo todas las características de un ser humano, pero ni una sola emoción clara e identificable”.

“Está ocurriendo algo horrible en mi interior y no sé por qué. Mis sangrientas lujurias nocturnas están empezando a apoderarse de mí. Me siento letal, al borde del frenesí, creo que mi máscara de cordura está a punto de desmoronarse”.

Apuesta personal de Harron frente a la productora, que quiso imponerle a Leonardo Dicaprio, Bale reinventa a Patrick Bateman. Le confiere la teatralidad de un mimo, un rostro dúctil que aúna alienación e histrionismo; que dibuja la demencia de un joven atrapado en su delirio. Una actuación memorable que provoca tanto la sonrisa como el rechazo ante las veleidades de un psicópata de manual.

Mientras comete toda suerte de atrocidades, Bale muestra la inquietante ausencia de culpa y de arrepentimiento, las imperturbables facciones, de los más eximios pirados de la historia del celuloide.

American Psycho supone la perversión de todo cuanto fue presentado como símbolo de éxito en los ochenta. Es la fascinante dualidad del decenio: mientras una juventud huía de la felicidad impostada y buscaba la dicha pura, ejerciendo empleos muy por debajo de su formación académica –Generation X, Douglas Couplan-; otra no tenía otro objetivo que el poder otorgado por el vil metal.

En cuanto a la controversia generada, comparto la opinión de Mary Harron: “Una vez que aceptas la idea de que representar la violencia es dañino para la sociedad, una gran parte de la más exquisita cinematografía podría ser prohibida, de Eisenstein a Kurosawa y Kubrick; de Polanski a Coppola y Scorsese”.

Si el arte ocultara el lado más oscuro del ser humano dejaría de ser nuestro reflejo. Lo verdaderamente preocupante son los Bateman reales. El retén de psicópatas que puebla nuestro entorno, tan diestramente solapados bajo su impecable envoltorio que son contemplados como modelos envidiables por el ciudadano común.

La genialidad del creador convierte la depravación en adagio, en poética reflexión sobre esa parte soterrada de nuestro yo. Esa que la literatura, el cine o la pintura transmutan en belleza. 

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