Médicos venezolanos cuidan la salud de pueblos rurales argentinos

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El medio argentino RED/ACCIÓN comparte la historia de dos médicos venezolanos que cuidan la salud de pueblos enteros en Argentina, país al que han ingresado 130.000 venezolanos, según cifras de la Agencia de las Naciones Unidas para los Refugiados (Acnur). En colaboración, HispanoPost comparte su investigación.

Viajamos al interior bonaerense para conocer a Rafael Atienza y a Omar Contreras, dos profesionales que escaparon de su país y se convirtieron en los médicos de Colonia Seré y Timote. Cómo los recibió la gente, qué dificultades enfrentan y cuáles son sus sueños.

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Tras un viaje de unos 500 kilómetros desde la Ciudad de Buenos Aires llegamos primero a Colonia Seré y luego a Timote, dos pueblos rurales del partido bonaerense de Carlos Tejedor. Hasta allí fuimos para conversar con dos médicos venezolanos que desde febrero viven en esos pueblos y atienden a los habitantes de la zona.

En el caso de Colonia Seré, los 900 pobladores saben que además del doctor Luis Galán -que hace más de 40 años que vive y ejerce en el pueblo-, ahora está Rafael Atienza. Eso es muy importante para ellos: a Seré se accede por caminos de tierra que se inundan cuando llueve, y si Galán está de viaje, se quedan sin médico. Mientras que en Timote, la llegada de Omar Contreras significó que sus 350 habitantes volvieran a tener un médico después de 8 años.

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Ignacio y Daniela son dos miembros de RED/ACCIÓN que se unieron a un grupo de WhatsApp, junto al periodista Joaquín Sánchez Marino, para ser parte del proceso de producción y decidir juntos el rumbo de una investigación sobre los médicos que salen de Venezuela y llegan al país. Tras esa experiencia, publicamos una nota sobre la odisea de escapar, salvar vidas en la Argentina y trascender al prejuicio. Pero ellos propusieron ir más allá y hacer foco en las historias de vida de esos médicos. Por eso visitamos a Rafael y a Omar.

Aunque las de ellos no son historias aislados. Según Yang Álvarez, director de relaciones institucionales de la Asociación de Médicos Venezolanos en Argentina, ya fueron “convalidados los títulos de 545 médicos venezolanos que se han incorporado al sistema de salud público de nuestro país. Y de ellos 50 trabajan en distintos municipios bonaerenses. De hecho, en las tres semanas que pasaron entre la primera nota que publicamos y esta, fueron incorporados 16 médicos en unidades sanitarias y hospitales de Malvinas Argentinas, Ameghino, Chivilcoy y La Plata”. La asociación ya representa a 1,120 médicos venezolanos que emigraron a Argentina.

Es media mañana de un jueves de julio. El cartel “Colonia Seré” aparece tras recorrer 30 kilómetros de camino de tierra desde la ruta 226. Doblamos a la derecha y dos cuadras después a la izquierda, hacemos cuatro cuadras y en la esquina aparece la unidad sanitaria del pueblo. A un costado, bajo los árboles, hay una ambulancia.

Entramos y nos recibe Rafael (26 años). Nos invita a pasar al consultorio, que es pequeño y sobrio. Cuenta que en Venezuela vivía en Coro, una ciudad de 350 mil habitantes y que cuando llegó a Argentina vivió en Buenos Aires. Pero que prefiere los pueblos tranquilos como Seré.

Tal vez para contrarrestar tanto cambio desde que se recibió de médico, en diciembre de 2016. En dos años y medio hizo la residencia en un pueblo rural venezolano, ejerció en un hospital en Coro, y migró a nuestro país a mediados de 2018, donde ya residía su hermana. Inició los trámites de validación del título y empezó a trabajar como acompañante terapéutico y asistente en una farmacia hasta que a fines de ese año tuvo la primera entrevista con el intendente de Carlos Tejedor, Raúl Sala, que buscaba un médico para Seré.

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El 3 de febrero de 2019 llegó en micro a Tejedor y de ahí, acompañado por Sala, arribó a lo que sería su pueblo desde ese momento. “A los primeros días, mientras se organizaba la casa que me dio el municipio, los pasé en la salita. La bienvenida fue muy cálida y la gente es muy amable conmigo. Desde que llegué me invitan a almorzar muy seguido, muchos asados”, relata Rafael.

Desde entonces, llega a la salita aproximadamente a las 8 y atiende hasta las 13 horas, «nunca menos de 8 personas por día». Luego, almuerza en su casa, que está a tres cuadras, y si llega un paciente en el transcurso de la tarde lo llaman y va a atenderlo.

—¿Tuviste que adaptar tus conocimientos de enfermedades o terminología?

—Si bien el nombre de los medicamentos son los mismos, sí tuve que adaptar ciertos términos. Y con los pacientes, me ayudó haber estado unos meses en Buenos Aires, donde aprendí varias palabras. Igual, al ser un medio rural hay palabras que uno tiene que conocer. Algunos pacientes me dicen que tienen “chuchos de frío” y aprendí que esos son temblores por fiebre. Pero los resolví preguntando: ¿Tuvo temblores? Y ellos me confirmaban: “Sí, tuve chuchos”.

—¿Cómo te asegurás que el paciente te entienda?

— Lo mismo que cuando atiendo a un paciente sordo o mudo, uso el lenguaje oral y también el lenguaje físico. Trato de explicar de tal manera que me puedan entender, aunque no lean o escriban. Si uno le dice a una persona que tiene que tomar un comprimido, tal vez no entienda qué es un comprimido. Pero si se le dice “pastilla” o “esto” y se lo señala uno se asegura que entienda.

En Venezuela Rafael ganaba unos 8 dólares al mes. “Eso no me permitía hacer nada. Por ejemplo, comprar un pollo me costaba un dólar”. Acá su salario es de unos $60.000. “Ese dinero me permite vivir en condiciones modestas pero buenas. No tengo vehículo, por el pueblo voy caminando y tampoco hay negocios en los que tentarme. Ayudo a mi hermana, a mi mamá y a mi familia en Venezuela”.

Rafael tiene un contrato por un año que se renueva automáticamente, siempre que él acepte. “Por el momento no tengo intención de dejar el cargo”, aclara. “Mi sueño es seguir profesionalizándome para proveer un mejor servicio a la comunidad. Y en lo personal formar mi familia, tener hijo o hija, establecerme en un sitio que podría ser Colonia Seré. Me fascina mi país pero mi mamá está acá, mi hermana se casó con un argentino y mi sobrina es argentina. Mi futuro está en Argentina”.

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La entrevista formal va terminando. Dos personas esperan que los atienda. Uno es Diego Giménez, viene a verlo porque se siente engripado. “El doctor se preocupa por nosotros y sobre todo por la gente grande. La primera vez que atendió a mi papá, que tiene 81 años y problemas cardíacos, me dijo que si lo necesitaba y él no estaba acá, fuera a su casa. Y si mi papá, que vive a cuatro cuadras de acá, necesita ser compensado, lo va a buscar en ambulancia”.

La otra es Florencia. Trae a su hijo para que lo revise Rafael y coincide con Diego: “Desde la primera consulta me dijo que vaya a su casa a buscarlo si lo necesitaba”.

Respecto a la nacionalidad de Rafael, ambos pacientes son tajantes: “No nos importa si es venezolano, es un buen médico”.

Otra vecina ingresa a la sala, saluda a Rafael y le pregunta a él directamente si la puede atender. Él le dice que sí mientras Florencia Maciel, auxiliar de farmacia y estudiante de enfermería que trabaja en la sala, trata de poner orden a tanta confianza: “Hay dos pacientes antes”.

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Mientras Rafael atiende, Florencia y María Vaquero, otra estudiante de enfermería que también trabaja allí, me incorporan a la ronda de mate. Cuentan que desde que él está “se piden más medicamentos y hemos hechos internaciones (hay una sala preparada con dos camas), generalmente para estabilizarlos y luego, si necesitan, derivarlos. También hacemos electro y extracciones de sangre, que antes no se hacían”.

Nos despedimos de Rafael y emprendemos el camino hacia Timote. Omar Contreras me manda un audio: “Voy a hacer un domicilio, una abuelita que se cayó. No sé en qué condiciones está. Igual, aquí queda gente para recibirte”.

Hacemos 47 kilómetros y llegamos Timote. Ya es hora de almuerzo y la siesta. Las calles están vacías. Esperamos unos minutos y Omar llega en la ambulancia que viene del hospital de Tejedor, de dejar ahí a la señora accidentada.

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Pasamos a su casa, que está pegada a la unidad sanitaria. Pide disculpas por la austeridad de la casa y cuenta que llegó a Argentina el 23 de mayo de 2018, que en Venezuela vivía en Guatire, a minutos de Caracas. Pero que su familia es de Táchira, cerca de la frontera con Colombia, de un pueblito que se llama Rubio, para ser más preciso, y al que volvió tras recibirse de médico para hacer sus prácticas en una zona rural.

Omar tiene 55 años, un hijo de 22 y una hija de 20 que viven en Buenos Aires. Ambos trabajan y estudian. En Buenos Aires también está la madre de ambos, también médica.

De los primeros meses en Buenos Aires tiene recuerdos amargos. “Trabajé en negro, que es horrible, en una empresa que prestaba servicios de medicina preocupacional e internación domiciliaria. Pero como yo no podía firmar, al salir de la casa les pasaba un parte de lo que había visto y un médico firmaba. Después, hice lo que nunca quise hacer, que es cuidar a ancianos. En ambos me pagaban mal y me sentí maltratado”.

A tal punto que siete meses después de su llegada a Argentina, estaba de nuevo en Ezeiza, buscando comprar un pasaje para irse a Ecuador, donde había médicos amigos ya instalados. “No lo compré porque como era temporada alta era muy costoso. De regreso me mandan un mensaje de ASOMEVENAR, donde me informaban que estaban abriendo cargos para ir a Carlos Tejedor. Ahí mismo llamé a mi hija y le pedí que subiera toda la documentación que me requerían. Cuando llegué a San Telmo ya tenía el código de convalidación de la documentación subida. A la semana me llamaron para entrevistarme con el Dr. Sala”.

Omar no conocía el pueblo. Ni siquiera había escuchado su nombre antes. “Pero me ofrecieron un buen contrato en blanco, con posibilidades de trabajar en un hospital y era esto o irme a Ecuador y separarme de mis hijos”, explica.

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—¿Por qué emigraste?

—Porque en Venezuela ya no hay posibilidades de nada. Supe estar muy bien. Junto con la madre de mis hijos teníamos una empresa de salud ocupacional. Además, hacía 18 años que trabajaba en una clínica, toda una vida, una trayectoria. Y como también soy médico ecografista, allí era una pieza fundamental para los cirujanos. A eso sumaba que tres días por semana trabajaba en una clínica de atención primaria donde yo decidía cuántos pacientes quería ver. Estaba super bien. Pero luego llegó un momento en el que no había pacientes porque el gobierno acabó con las obras sociales, con todo, y el que iba al médico tenía para pagar la consulta, pero no para comprar las medicinas. Entonces, los pacientes no iban. Mis colegas empezaron a hacer planes de irse a España, Argentina, Colombia… También empezó a pesar la inseguridad. A mi hijo le puse un auto para que fuera a la universidad, pero no tenía vida social porque un joven en un auto era muy llamativo. Así, él fue el primero que migró a Argentina. Luego se vino la madre y nuestra hija. Y por último yo.

Omar llegó a Timote el 9 de febrero pasado. Como Rafael, en micro hasta Tejedor y con Sala hasta Timote. “Decir que me he adaptado, no. Por Dios, no, yo vengo de una ciudad grande y en este pueblito de menos de 300 habitantes, con calles de tierra, me cuesta. No hay transporte y si tengo que ir a Tejedor tengo que ir a dedo, que nunca había hecho. Eso sí, la gente es muy buena y me hacen sentir muy bien. Me invitan a comer seguido, muchos asados. Es más, a veces tengo que esconderme para no ir y cuidar mi colesterol (se ríe). Me llaman para mostrarme cómo hacen queso o me traen pomelos y mandarinas, porque saben que me gustan. Aquí nunca me sentí discriminado, como sí me pasó en Capital”.

Este trabajo le permite a Omar ayudar a su familia. “A mi madre, que quedó en Venezuela -yo soy su único hijo-, a mis tías, a una prima y, por supuesto, a mis hijos. A Venezuela envío uno $10.000 vía Colombia por Western Union, porque si lo mando a Venezuela, al cambio de allá, sólo pueden comprar tres cosas. Así, le pago a un primo para que se vaya hasta Colombia, retire el dinero y le haga las compras del mercado a mi madre”.

En Timote, Omar atiende a unos 10 pacientes por día. Adultos en su gran mayoría, con problemas cardíacos, con diabetes o hipertensos.

En cuanto a la terminología, reconoce que tanto él como ellos andan preguntando “qué es esto, qué es aquello. O muchas veces ellos me dicen: No, doctor, no diga eso porque acá es otra cosa”.

A diferencia de Rafael, a Omar se lo ve triste por todo lo que perdió. Tanto es así que ante la pregunta de qué es lo que más extraña de Venezuela, queda inmóvil, con la mirada fija en un punto en el medio de la nada. Durante más de 20 segundos el grabador no registra ningún sonido. Sus ojos se enrojecen y se llenan de lágrimas que él no se preocupa en contener. Le mojan la cara. Pide perdón, retuerce las manos, traga saliva y suelta: “Mi madre, soy su único hijo. Mi casa, mis amigos, 18 años de trabajar en el mismo sitio, el reconocimiento que tenía como médico… disculpa que yo te hable así, pero está difícil”.

—Y tu sueño, Omar. ¿Cuál es?

—Volver. Quien te diga que no quiere volver a Venezuela es mentira. Pero hay que ser realista. Si yo regreso a Venezuela, regreso con los brazos cruzados. Aunque tenga mi consultorio y mi equipo de ecografía, es difícil arrancar de nuevo. Van a pasar muchos años hasta que Venezuela se recupere. Yo ya estoy pensando en invertir aquí y traerme a mi madre cuando ella pueda. Aquí hay muchas posibilidades. Quién quita que no me quede tres días aquí viendo pacientes y luego trabaje en Tejedor o Cuenca, que son pueblos más grandes. Veo futuro, sobre todo para la medicina que nosotros ejercemos que es diferente a la de los médicos argentinos. Nosotros somos mucho más de hablar, de dedicarle mucho tiempo y de tocar al paciente, y eso les gusta a los argentinos. De pronto me compro un equipo para hacer ecografías, que acá se necesita y empiezo a hacer eso. Tengo pacientes a los que citaron lejísimo para hacer ecografías.

MEDICOS VENEZOLANOS: LA ODISEA DE ESCAPAR, SALVAR VIDAS EN ARGENTINA Y TRASCENDER AL PREJUICIO 

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