Escrito por: Víctor Tang Arria
Mientras hago la fila para pagar en un supermercado veo a una señora con mascarilla y guantes reclamarle a una trabajadora del local por estar a menos de un metro de distancia de ella. ¡Puedes contagiarme, chica! ¿Qué no ves?, le dijo en voz alta sin la menor consideración por la joven, que se alejó rápidamente.
Me quedo viendo a la señora que se acerca a una pila de limones y aunque una persona mayor ya estaba ahí agarrando unos pocos con sus manos envueltas en bolsas, la señora casi la empuja para también agarrar limones.
Con qué facilidad reclamamos a otros por no seguir las normas cuando sentimos que no nos respetan, pienso, con qué rapidez las rompemos cuando se refieren a otros.
Miro mi limitada compra de comida para pasar la cuarentena y logro sonreír consolándome en que estos pequeños momentos en que puedo salir a la calle, a pesar del riesgo, me permiten fotografiar lo que me rodea para así documentar y mostrarles a otros lo que vive en cuarentena mi país y cómo yo lo sobrevivo a él.
Vuelvo a sacar cuentas del precio de cada producto en mi cesta de compras para asegurar que no me he pasado del límite. Suelo redondear hacia arriba los precios para así excederme y no sentir la vergüenza que me provoca tener que devolver algo una vergüenza que me ha tocado sentir en no pocas ocasiones.
En la fila hay padres con mirada preocupada que sonríen a sus hijos y personas de la tercera edad con ojos llorosos por la edad, pero porte erguido. Me pregunto cómo harán, cuántos trabajarán o dependerán de pensiones de miseria o remesas de hijos y nietos en el exterior que, así como nosotros, se hallan en el encierro de una amenaza mundial.
Siento ganas de estornudar, pero la contengo lo mejor que puedo. Me causa un silencioso miedo. Aunque sigo las recomendaciones para evitar el contagio temo el estornudo, temo la tos. Ya han sido varios días que despierto preguntándome si puedo estar infectado sin presentar síntomas y no estaré poniendo en peligro a mi madre sin darme cuenta
Por fin es mi turno.
Sigo con la mirada las enguantadas manos de la cajera que toman los productos que llevaré y el precio que aparece en la pantalla. Aumenta y aumenta el monto. Suspiro aliviado al ver que no me excedí. La cajera me indica algo, pero por su tapabocas no la escucho bien. La clave, dice. La marco y cuando termino me cargo con mi bolsa de comida rumbo a casa.
No sé cuando volveré a salir. La comida del mañana no me preocupa porque no tengo con qué comprarla, así que solo me enfoco en sobrevivir al hoy, en hacer cursos y aprender más, en trabajar para un día no tener que pasar por esta situación nunca más: devolver productos.
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