Seinfeld: Lo cotidiano transformado en humor inteligente

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“Mi vida es exactamente todo lo contrario de lo que siempre quise que fuera”. Treintañero, calvo incipiente, rechoncho, gafotas, desempleado y sin novia, la existencia de George Costanza transcurre en las antípodas del llamado American Dream.

Despedido en una ocasión por fornicar impúdicamente sobre la mesa de su despacho con la chica de la limpieza, pese a alegar con cinismo su desconocimiento del código moral de la empresa, y fallido su intento de regresar, como si nada hubiera pasado, a su último empleo, tras renunciar y vituperar días antes al jerarca, es un lunático de afilada mordacidad —a menudo dirigida contra sí mismo—, sin más perspectiva que habitar el hogar familiar, mientras aguanta con estoicismo las regañinas de sus padres —los inefables Claire y Frank Costanza—.

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Mentiroso congénito, cicatero hasta el extremo de pedirle cuatro dólares a su pareja en el mismo instante de la ruptura para abonar su fracción de una exigua comanda de cafetería y obsesionado con los cuartos de baño públicos, compone un espécimen antagónico al paladín que toda madre quisiera como yerno.

Suele deambular con su amigo de la infancia Jerry y sus correligionarios Kramer y Elaine, una cuadrilla de misántropos que mora en una especie de mundo paralelo, donde el resto parece un ocasional pero eximio partícipe en su egoísta y gamberro biotopo.

El más renombrado, el monologuista Jerry Seinfeld, es un picaflor e incurable solterón, con un convencional look ochentero, cuyo apartamento neoyorkino es intempestivamente invadido por su ocioso vecino, el histriónico y larguirucho Cosmo Kramer, en búsqueda de comida o de compartir sus descabellados propósitos.

Completa el cuarteto Elaine Beenes —Julia Louise-Dreyfus—, exnovia de Jerry, reconvertida en parte inherente del clan.

Todos ellos componen el mutuo y perfecto contrapunto en las más disparatadas interacciones, la miscelánea y sencilla esencia de una serie que superó cualquier expectativa, batiendo todos los records hasta su indeseado adiós el 14 de mayo de 1998.

Casi una década (89-98), setenta y seis millones de televidentes en su epílogo y un inaudito rechazo —el postrero de Jerry a una oferta de cinco millones de dólares por episodio—. Pero, ¿cómo se gestó esta locura colectiva?

6 de mayo de 1981. El pujante humorista de veintisiete años, Jerry Seinfeld, borda su debut en el emblemático The Tonight Show Starring Johnny Carson, quien le despide con un leve gesto manual elogioso. Ha recorrido las tablas de medio país, pero aquel ademán equivale a estrellato: como recibir la bendición de Dios.

Cuando en 1988, a instancias de su gran valedor, el productor George Shapiro, se reúne por fin con los directivos de la NBC, ya es uno de los artistas más destacados del programa de Carson y, pese a su casi nula experiencia interpretativa, es instado a presentarles un proyecto televisivo a su medida. Dubitativo y sobrepasado Jerry no tiene ni idea de qué, pero sí de quién: su estrafalario amigo Larry.

Tan celebrado por sus homólogos, como incomprendido por la platea, Larry David es un cómico cuarentón, de cráneo despejado flanqueado por dos encrespadas matas grisáceas, vivaces ojos negros cubiertos por grandes lentes e insondable conducta: capaz de imprecar groseramente a una audiencia apática y dejarla colgada en mitad de una función, mientras arroja con violencia su micrófono contra el suelo; o de abandonar abruptamente entre improperios su labor como guionista de la conocida Saturday Night Live por una insignificancia, y volver al cabo de unos días, como si nada hubiera pasado —una infantil y estéril estrategia que luego incorporaría al  episodio  The Revenge—.

Actúa en el Catch a Rising Star de La Gran Manzana, donde con frecuencia coincide con Jerry. Cientos de madrugadas desbarrando profanidades en la penumbra de los garitos afianzan una amistad que será el inesperado germen de su estentórea irrupción en la pequeña pantalla.

Interpelado, decide basar su nueva creación en las disparatadas conversaciones que mantienen, donde, con aguda ironía, son capaces de generar comicidad y esperpento del más trivial quehacer cotidiano.

“¿Larry qué?”. En la cita concertada para presentar el boceto los maqueados directivos de la NBC escuchan absortos las vehementes explicaciones de aquel individuo ignoto con semblante de científico chiflado, que, ante la taciturnidad de Jerry, les anticipa que va a tratarse de un show acerca de nada; se niega a aceptar sus sugerencias y advierte que las cosas se harán a su manera —encuentro luego remedado en la pantalla—.

Un adverso test de audiencia y la tibia recepción del cuasiclandestino episodio piloto —emitido el 5 de julio de 1989—, y de los cuatro subsiguientes, parecen indicar un final de camino, pero, a instancias del ejecutivo Rick Ludwin, la NBC acepta, con escepticismo, grabar trece nuevos capítulos.

“Jerry, me estoy perdiendo algo. ¿En esto va a consistir el episodio?”. Pese al estupor de Ludwin al observar que la trama del onceavo capítulo versa sobre las divagaciones entre George, Jerry y Elaine, mientras tratan infructuosamente de obtener mesa en un insólito restaurante chino, The Chinese Restaurant supone el despegue definitivo.

La audiencia empieza a abrazar con entusiasmo el Universo Seinfeld, donde, a través de la parodia de lo grotesco, irritante o trivial, se genera un humor distinto, tan sutil como irreverente, con personajes antiheroicos y mezquinos, entre cuyos adeptos se encuentra el mismísimo Stanley Kubrick.

 El equipo de escritores es incitado a usar anécdotas personales, pero aplicando el desenlace que hubieran deseado, aunque sea humanamente reprensible. Se trata, en definitiva, de provocar hilaridad mostrando comportamientos socialmente inaceptables, cuya expiación es un guiño en el canalla juego de moralidad establecido con el espectador.     

Los relatos son minuciosamente elaborados, con secuencias breves, diálogos chispeantes y fulminantes cambios escénicos, que enlazan con agilidad las distintas tramas, buscando que el ritmo no decaiga ni un instante.

Confeccionado el guion, la elección del casting y las grabaciones suceden meteóricamente. A semejanza de los Hermanos Marx en sus mejores películas, los ensayos y filmaciones se realizan en un ambiente jovial, ante un nutrido público, para pulsar su reacción. Ello ofrece valiosas pistas al flamante productor ejecutivo, Larry David, quien, por su intemperancia, pronto deja de ser bienvenido a las reuniones con la cúpula.

De su complicidad con Jerry brotan las mejores ideas; los textos son primorosamente depurados y las escenas constantemente pulidas en búsqueda del máximo divertimento.

“Francamente, me siento más cómodo criticando a la gente a su espalda”.  Jason Alexander —que da vida a George Costanza, álter ego de Larry David— es, pese al aval de su dilatada trayectoria teatral en Broadway, el gran descubrimiento.

Tanto él como Michael Richards —Cosmo Kramer, moldeado a partir de un excéntrico vecino de apellido homónimo de Larry—  forjan con tal verismo y cercanía sus respectivos roles, que se convierten en miembros legítimos de todos los hogares   norteamericanos. 

Otro elemento clave es la ingeniosa creación de los papeles secundarios y la acertada selección del reparto. Sujetos como el plasta comediante Kenny Bania, los volátiles Claire y Frank Costanza, o el vil gordinflón ¡Newman! son esenciales. Entre ellos destacaría a J. Peterman —John Hurley— y The Soup Nazi —Larry Thomas—.

De atusado cabello blanco, atildado con sus chaquetas tweed y chalecos de algodón, y rostro bronceado que irradia una inquietante serenidad, J. Peterman es un errático magnate de la moda, que edita un prestigioso catálogo, quien, para espanto de sus interlocutores, suele narrar con insufrible parsimonia y afectación sus innumerables cuitas viajeras. Lo curioso es que tanto el empresario como el catálogo existían y John Hurley llegó a ser copropietario de la firma.

¿Se imaginan un establecimiento en su vecindario donde una interminable fila se somete a las caprichosas normas de su gerente, un atrabiliario iraní de tiránico bigote, con tal de obtener una ración de su exquisita sopa? Es The Soup Nazi y, a la más mínima inobservancia de su arbitrario código, te reprende públicamente dejándote sin su codiciado manjar: No soup for you!

  El personaje caricaturiza a Al Yeganeh, dueño de la cadena de restaurantes The Original Soupman. Cuenta la leyenda que, poco después de la emisión, Jerry y parte del equipo acudieron por azar a uno de sus locales y fueron increpados por Yeganeh, acusándoles de arruinar su reputación. Lo cierto es que la mímesis incrementó notablemente la demanda de su producto.

Así fue como un show cuyo productor ejecutivo, director, guionistas y actores eran neófitos en el mundo de las teleseries, se convirtió en el bombazo del siglo, con una repercusión que, pese a los numerosos intentos, nunca ha vuelto a alcanzarse.

En la etapa dorada de las sitcom —Cheers, Friends, Frasier…— Seinfeld se elevó hasta una altura inalcanzable, traspasando el estrato de la devoción para convertirse en un fenómeno social, por cuyo proscenio desfilaron desde estrellas consagradas, como James Spader o Marisa Tomei, a incipientes, como Courteney Cox o Teri Hatcher.          

La búsqueda de la sonrisa. Me declaro ferviente devoto de esta religión.  Los delirios de Jerry, George, Kramer y Elaine son un antídoto infalible frente a un día gris; contra el ruidoso devenir de la vacuidad mundana. Una milagrosa pócima que desdramatiza lo lúgubre y lustra lo banal, recordándonos que, en el fondo, lo realmente divertido es vivir.

No olvide ver nuestros reportajes en: www.hispanopost.com 

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